«La debilidad de España»

Francisco J. Chavanel

Cuando la gran decisión es una decisión débil
 

Estoy en el grupo del 40% de los españoles que opina que el Gobierno central ha tardado demasiado en la aplicación del artículo 155. No me refiero solamente a ese gran segmento de momentos en los que la actitud insumisa y provocativa del Govern catalán necesitaba de forma imperiosa de una respuesta adecuada por parte de Madrid. De modo que no estoy pensando ni en los efectos perversos de la corrupción, que posiblemente impulsara el independentismo en sus orígenes por parte de la burguesía mediterránea, ni tampoco en el fabuloso papel de Don Tancredo, magníficamente interpretado por Mariano Rajoy, inactivado por la corrupción de su partido.

Tienen razón los que sostienen que cosas como las que sucedieron el pasado viernes en Cataluña pasan irremediablemente cuando al frente de las instituciones están iluminados (Puigdemont) o tecnócratas de alto rango (Rajoy). Ninguno de los dos merece llamarse “político” y mucho menos “estadista”. No les importa la gente ni sus problemas. Pasan de largo de la defensa de los intereses generales y sólo prestan atención cuando están entre los suyos y los que piensan igual. Carecen de sentido de la maniobra, de la perspectiva, de ese sentido innato que los auténticos estadistas poseen para oler el peligro y adelantarse a sus consecuencias. El PP ha demostrado en manos de Rajoy su escasa capacidad para entender España como un paisaje diferente y diferenciador, lo que en la práctica significa que cada vez que este partido gobierne mejor que una región no muestre sus inquietudes pues no tiene plan alguno para lo distinto. El PP es una apisonadora de la homogeneización. Homogeneiza desde una visión arcaica de la realidad, cuya esencia arranca desde los Reyes Católicos y de la añoranza de una patria imperial y centralizada.

Los políticos no están para repetir a cada instante “el que no cumple la ley se la juega”. Las leyes se aprueban en los parlamentos. Lo hacen políticos todos los días. Es rara la legislatura en que no se cambian un montón de leyes, se incorporan otras nuevas, se quita un artículo o se sustituye por otro. Negarse a alterar una Constitución en la que ya no cabemos todos es un insulto a la inteligencia. Conclusión: la propia Constitución ha saltado por los aires sin necesidad de girarla. Sus artículos básicos, aquellos que cerraban un concordato entre españoles de distinto pensamiento, lengua e historia, son inútiles. Si este es el final, y el final es un desastre, ¿por qué no se hizo nada para evitar lo que es claramente una derrota? Antes o después, el PP o el PSOE, tendrán que abrir el melón de un nuevo acuerdo en circunstancias desfavorables, pues es evidente que la iniciativa la tienen los secesionistas

Pero no quiero referirme en concreto a ningún momento especial de estos siete años de locura y de estupidez. Ha habido unos cuantos para aplicar el 155 y entonces, si se hubiera hecho, el Gobierno central no habría encontrado ni multitudes en las calles, ni oposiciones furiosas, ni Mossos ni autoridades enfrentándose al Estado. No habría encontrado siquiera un sentimiento de emoción a favor de la independencia.
 

Por qué el golpe catalán ha triunfado
 

Mi tesis es que el golpe ha triunfado. La abulia del Gobierno permitió la declaración de independencia sin base democrática alguna. Hubo una votación cobarde, una serie de solemnes discursos que mencionaban una y otra vez la conquista lograda, se cantó el himno en numerosas ocasiones, se ondeó la estelada, se quitó la bandera española donde quisieron, la escena de la escalinata es de foto histórica: allí estaban más de 200 alcaldes independentistas felices y amorosos dándose palmadas por llegar a la meta. Y después de los discursos más discursos. Y después de los aplausos más aplausos mientras la calle era tomada por una juventud bullanguera al principio y, luego, cuando el hecho se transformó en inamovible, un río de personas de todas las edades festejaba la gran noticia de sus existencias.

Duró cinco horas, sí, el tiempo que tardó el gobierno en aprobar el 155, pero los que estuvieron en Barcelona ese día presenciaron un milagro: su comunidad autónoma se proclamó independiente y republicana sin que el Ejecutivo central moviera un dedo. Son situaciones que quedan en el imaginario. Para toda la vida. Tatuadas en el alma. Lo consiguieron, y aunque ahora den marcha atrás forzosamente, saben cuál es el camino, saben cuáles son las debilidades del Estado: podrán mutar la Constitución, conseguir una mejor financiación y negociar lo más importante: una fecha para un referéndum donde se vote la separación de España. Ocurrirá. En dos, tres, cinco, diez años…, ocurrirá porque ya ha ocurrido. Porque han olido la debilidad de una clase política nacional cuarteada y fragmentada por la caída del bipartidismo, con ideas contradictorias entre sí sobre el trato a los nacionalismos. El 15-M se cargó al antiguo Rey de España, al citado bipartidismo, viejas reglas, ya nada es igual. El espíritu revolucionario del 15-M anida en la revuelta catalana.

El sainete del pasado viernes nunca debió pasar. El Estado tuvo que haber evitado la declaración. Es inconcebible sus vacaciones durante los días 6 y 7 de septiembre, cuando el Parlament catalán aprobó de forma ilegal la Ley de Referéndum y la Ley de Transitoriedad Jurídica y Fundacional de la República catalana. Aquella charlotada se cerró en la madrugada del día 7 después de una maratoniana y crispada sesión que se inició a las nueve de la mañana. Puigdemont firmó el decreto del Referéndum a las 22.30 horas de la noche, y la Ley de Transitoriedad a la una de la madrugada. No sé a qué esperaban para aplicar el 155. Las fuerzas independentistas demostraron esa jornada lo que pretendían, expresaron sin género de dudas que harían un referéndum -y lo mismo les daba que hubiese urnas, que no hubiera censo, y que se pudiera votar varias veces-, y que, acto seguido, proclamarían la República catalana. La secesión, el motín, el golpe, la rebelión, ya estaba ahí. Pero nadie hizo caso, como si fuera un chiste, algo sin valor, la gracia de unos chicos traviesos. No actuó ni la policía, ni la guardia civil, ni los jueces, ni fiscales ni, por supuesto, este gobierno petrificado.

La carga policial del día del referéndum fue todavía más funesta para el Estado. Le entró la culpa y el miedo a las reacciones internacionales. Por eso permitieron el acto de declaración del viernes. Por temor a que el cumplimiento de la legalidad finalizase en palos. España está en manos de débiles y de sus debilidades. Ya no quedan políticos, sólo funcionarios, asalariados de lo público durante la mayor parte de sus vidas. Y lo que viene detrás, eso que llamamos “renovación” es, en general, para echarse a temblar.