Francisco J. Chavanel
Qué fácil ha sido todo, apenas ha durado un segundo. En un frágil momento, imposible de apresar en el tiempo y en la historia de los acontecimientos humanos, hemos cambiado libertad por confinamiento, libertad por seguridad y, tal vez, por seguir viviendo.
Hemos trocado el principio universal de cualquier democracia por el orden, la certidumbre y la garantía… Debe de quedar claro que hemos elegido la tranquilidad de este instante, en el refugio de tu casa, a cambio de una producción cero, de ponerte al servicio del Estado, de un papá estado que dice velar por ti pero que, en gran parte, es responsable de lo que está sucediendo, ya que es el principal director de orquesta de una serie de decisiones iniciales erróneas, erráticas, cómplices de la propagación de la enfermedad. En sus manos nos hemos puesto, arrebatados por el pánico y por nuestras limitaciones, y así estamos, bajo la manta, esperando que el trueque dé resultado.
Somos un planeta muy humano, probablemente demasiado humano. En la antigüedad cuando los seres racionales no entendían nada de lo que sucedía se ponían en manos de un dios desconocido, le rezaban a las estrellas, al sol, y a cualquier símbolo de la naturaleza que les pareciera más fuerte e insondable que ellos. Nunca rezaban a aquel que habían elegido para representarles, tuviera la fuerza que tuviera: era evidente que esa persona, fuera como fuera su poder, era igual que ellos, tan limitado como ellos, y, por lo tanto, carecía de la inteligencia suficiente para comunicarse con los que nos habían creado.
El principio de todas las religiones se basa en la debilidad del hombre ante lo incomprensible, y es esa debilidad antigua, pleistocénica y perdida en los abismos del tiempo, la que nos pone de rodillas ante un virus cuyo ímpetu es imparable y que, como cualquiera de las diez plagas de Egipto, mata y descabella, amenaza nuestra raza, nos recuerda que somos finitos en un espacio infinito, nos recuerda que todo dinosaurio tuvo un final, nos recuerda que todo poder, por magnificente que sea, termina, concluye y muere. Y lo que vivimos es una amenaza. O, al menos, se presenta como una amenaza tocable, creíble, un infierno en medio de una existencia controlada.
Ese control se ha evaporado. El virus ha atravesado todas las defensas y ya está dentro de un millón y medio de personas. No hay ángeles que vuelen sobre el campo de batalla… sólo cadáveres que se pudren y que cuelgan de una viga quebrada que señalan con un dedo acusador a sus hijos, a sus nietos, a sus hermanos, a su familia, pues han muerto solos, abandonados, sin poder despedirse… Sé que no queremos pensarlo, ni siquiera oírlo, pero todos, de alguna manera, hemos abrazado alguna suerte de humanismo, alguna suerte de solidaridad cristiana o no.
Cuando ahora morimos lo hacemos en la más profunda de las soledades, sin nadie solidario a nuestro alrededor, sin nadie que nos abrace, que nos mire, que llore por nosotros, que demuestre su amor. Somos pura infantería, desprovista de rango, de misterio, incluso de siglos de humanismo, en manos de emperadores, generales, abstracciones que aseguran velar por nosotros y para los que somos, en esencia: ajedrez, estadística, la reproducción minuciosa de una guerra que se libra en nombre de la raza humana.
¿Esta matanza en nombre de la raza humana?… ¿En serio? ¿Debemos de creer que somos los nobles sacrificados en una batalla desigual, donde se nos manda al frente sin escudo alguno?
Fijémonos en el personal sanitario. El 20% de ellos, en Canarias fundamentalmente, han contraído la enfermedad. Ya saben por qué fue: por qué no tenían equipos para ir al frente. Pese a ello, en una oración prodigiosa dirigida a esta raza empalada por el miedo, se enfrentaron al enemigo a sabiendas de que podían enfermar o morir. Y eso fue lo que pasó en muchos casos: enfermaron o murieron. ¿Cabe mayor fe en lo que íntimamente hemos construido a lo largo de la historia, que esa creencia heroica en lo mejor del ser humano?… Ahora que nos hemos quedado desnudos y mostramos a los demás nuestras lamentables debilidades, ¿cabe mayor emoción que la de esas personas, soldados de la vocación más inquebrantable, soldados con sueldos menudos y salarios vergonzantes en la mayoría de los casos, soldados sin capitán, discípulos de un martirio inconsolable, que están ahí, supliéndonos, representando nuestras caras y nuestros cuerpos aislados en el confinamiento, ayudando a nuestra gente a vivir o morir con dignidad, recordándoles que ellos somos nosotros, y que si no estamos es porque nos lo prohíben, nos lo quitan, nos lo evitan en un secuestro aparentemente pactado?…
Los aplaudimos a las siete de la tarde y aplaudimos nuestra conexión con la humanidad que habita en nosotros. Aún no nos hemos perdido. Sabemos quiénes son nuestros dioses y nuestros semidioses y, como siempre hemos hecho, desde el principio, cuando desconocíamos lo desconocido, entregamos la mejor de nuestras oraciones a un dios no terrenal, extraterrestre, dueño de la corte de los milagros, que de alguna forma conecta nuestros valores morales, estéticos, nuestras creencias, con la profunda generosidad de nuestro personal sanitario a los que les otorgamos la voluntad de los grandes sacerdotes de proteger la vida e intimidar a la muerte.
Creer o no es una elección. Y los que aplaudimos a las siete de la tarde, creemos. No necesariamente en un dios; creemos que este infierno que experimentamos, que enciende los fuegos de la ira y del odio en nuestro corazón, que nos arrebata sueños, esperanzas, entidades reales que deambulaban a nuestro alrededor, es el origen de toda autoridad. Somos nosotros los que sufrimos y somos nosotros los que no elegimos, atados como estamos ante la tempestad.
En medio del tumulto, cuando la libertad se bate en retirada -y la libertad es todo lo bueno por lo que llevamos luchando desde que nacemos-, nos hemos percatado de que un breve paso atrás se confunde con una apuesta por delegar el poder en una clase de César Imperator que poco a poco va transformando nuestras vidas en siervos.
Tampoco lo hemos elegido. Ha sido impuesto, digamos, por las circunstancias. En realidad, ¿cuánto tiempo llevamos no eligiendo? ¿Cuánto tiempo llevamos rezando en silencio, en el secreto más sepulcral a ese dios desconocido para que nos proteja en el desvarío, mientras votamos el futuro, la evolución, la “inteligencia”, a gente que inevitablemente nos frustra y nos decepciona, a gente a la que escupiríamos sin el menor remordimiento, como lo haríamos con un miserable que entrase en nuestra casa en mitad de la noche, con la pretensión de robarnos y violar a nuestra pareja delante de nuestros hijos?
¿He unido la palabra “político” a “violador”?… Lo siento, pero a veces -por el dolor inferido- no noto la diferencia.
Ahora lo que quiero es recuperar mi libertad. Quiero que me devuelvan mis derechos y que César descanse en su residencia de Roma. No quiero que este estado de embriaguez y de pérdida se mantenga en el tiempo. No quiero darle las gracias a los mercaderes que se van a quedar con todos los negocios. Ni quiero agradecerles nada a los que dan las órdenes y aprietan el gatillo. No quiero saber nada de los cómplices del virus, los que especulan con la desgracia, los que hacen fortuna en un infortunio que parece programado desde siglos.
Y quiero despedir a los míos. Darles la mano, darles un beso, consolarlos, estar con ellos, y morir un poco también. Si este es el futuro y el siglo XXI, si esta es la metodología que tenemos para luchar contra una pandemia después de tantas y tantas, yo no lo quiero. No confundamos: no es la voluntad de ningún dios, es la voluntad política. Y esto es a lo que llamamos progreso.