Con el paso del tiempo nos hemos transformado en gente muy bien educada. Nos apalean y apenas gritamos. Así da gusto.
Francisco J. Chavanel
En treinta años el mundo ha cambiado completamente. Occidente se inventó aquello del estado del bienestar en los años sesenta y setenta, como si fuera un mantra para disipar los malos demonios que dejaron las dos primeras guerras mundiales.
El estado del bienestar era como alcanzar el nirvana. El saber que había un gobierno que garantizaba una serie de derechos carísimos te daba tranquilidad y era como un refugio antinuclear contra todos los daños del mundo.
El estado del bienestar pronto se convirtió en una religión. El santo grial por fin restaurado y hallado; había un antes y después: el primer mundo te ofrecía el fortín de una civilización de siglos, un refinamiento que había superado cientos de guerras, la garantía de que era posible alcanzar algo parecido a la felicidad en La Tierra.
Todo estalló y explosionó por los aires en cuatro hitos. En el primero cayó el muro de Berlín y con él se desplomó el comunismo y sus enseñanzas sobre la superioridad de lo público sobre lo privado. Sobra decir que esa lección todavía no se ha estudiado en Canarias, que es como un Macondo en el universo, algo que gira sobre sí mismo, al margen por completo de lo que disponen las leyes sobre los demás mortales.
El hijo que engendró la caída del muro de Berlín fue la globalización. En los años 90 saltaron por los aires las fronteras y las aduanas. Las multinacionales fueron los nuevos estados, con presupuestos superiores, en su mayoría, a los gobiernos terrenales. Hacían negocios, convertían lo grande en elefantiásico y lo pequeño en una enanez tal que apenas se veía. Fue el triunfo de los fuertes sobre los débiles. Cerraron decenas de miles de tiendas en el mundo y a nadie le importó, y se estrenaron miles de enormes supermercados engullendo lo minúsculo, suplantando lo cercano, lo próximo, las tiendas al lado de casa.
Nadie protestó, nadie dijo nada. Y si lo dijo nadie lo escuchó. El mundo se movía con rapidez, estaba demostrando su capacidad para evolucionar. Y el que no evolucionaba con él era una herramienta antigua, una reliquia, alguien que no comprendía lo que sucedía.
En el año 2007 la globalización estalló. La crisis financiera, las subprime, la crisis del ladrillo, el desplome de grandes bancos, de entidades de seguros inexpugnables, evidenció que los grandes negocios eran cosa de la codicia sin límites. Cuando existía una barrera política -en este caso Rusia- tales engendros no eran posible, el mundo no era una carretera ancha por la que transitaban los ricos del planeta; cuando desapareció el otro, el enemigo, el demonio que significaba todo lo contrario, lo que apareció fue el rostro menos amable del capitalismo: ausencia de reglas, avaricia desenfrenada, negocios en nombre de la libertad, de la seguridad, y del estado del bienestar. El capitalismo nos llegó argumentar que se habían equivocado por su deseo samaritano de hacernos ricos a todos. Eso fue como una revelación. El capitalismo ya no era un sistema económico en el que se devoraba a la mayoría, no, era Jesucristo Superstar otra vez regresado al mundo de los mortales dispuesto a cubrirnos de oro y de oportunidades.
En el 2007 cayó el capitalismo, exactamente igual como cayó en el barro el comunismo. Los dos grandes dogmas del siglo XX arrastrados por el fango, los dos dejando bien claro que no portaban el elixir de la felicidad. Todo era tan humano, con un perfume a humanidad añeja y desgastada, que la ruina que vino dividió el mundo entre muy ricos y muy pobres. Empezaron a desaparecer las clases medias, billones de euros se desplazaron de la zona de las clases populares a las clases ricas, todo lo que tenía que ver con el estado del bienestar se puso en peligro: las pensiones, la sanidad, la educación, valores esenciales fundados en democracia que parecía que iban a durar toda la vida.
Ya nada duraba. La entrada en el euro avisó de que estábamos ante una estafa organizada. De repente los precios se dispararon un 50%. Nadie dijo nada. Era tanto el orgullo de pertenecer a una Europa comunal y fraternal, que el silencio nos envolvió a todos. Era, además, sencillo. Siempre había un banco dispuesto a hacerte callar. El banco te buscaba, te presentaba opciones inimaginables, viajes imposibles. En ese instante las clases medias se comportaban como si fueran los elegidos de las tribus de Judá: corría el alcohol, el olor a fiesta, la sensación de conquistar la tierra prometida. Los hijos de los obreros estudiaban en las universidades, los obreros disfrutaban de su jubilación, el dinero alcanzaba para todos, todos pensaban que habría una oportunidad en el futuro para mejorar y mejorar.
Ahora, con el paso del tiempo, tenemos que verlo: fuimos comprados para entrar en la globalización, fuimos engañados cuando pertenecimos al euro, despertamos con un golpe seco en la cabeza cuando nos percatamos de que fuimos estafados en la crisis de 2007. Y no tuvimos a nadie a nuestro lado que nos avisara, que delatara el fraude, que gritara cuando llegase el monstruo. Nos lo comimos con patatas. Nos engañaron y, nosotros, sin pretenderlo, engañamos a nuestros hijos: jamás tendrían las oportunidades que nosotros tuvimos.
Con el paso del tiempo nos hemos transformado en gente muy bien educada. Nos apalean y apenas gritamos. Así da gusto. Hay un látigo en cada una de las habitaciones mostrándonos con extraordinaria dureza quien gana y quién pierde, quién vive y quién muere, y nosotros, casi nos encogemos de hombros, como si estuviésemos generación a generación cincelando una suerte prehistórica de masoquismo, como si supiéramos que después de la protesta lo que viene es un castigo aún peor.
Me temo que hemos vivido la tercera guerra mundial y me temo que esas cifras, 50 millones de contagiados, un millón trescientos mil fallecidos, es el balance casi final de algo que se denominó “enfrentamiento comercial”. Esta última crisis nos ha enseñado que ya nada queda sagrado. Ni el estado del bienestar, ni las democracias, ni la humanidad en sí. Ha ganado Oriente, la nueva bomba capaz de destruirnos a todos la tiene Oriente.
En treinta años hemos vivido algo inconcebible. La destrucción del comunismo, el desplome del capitalismo, y el triunfo por vez primera en la Historia de Oriente sobre Occidente. Tenemos una vacuna, pero no pensemos que es enteramente nuestra.
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