Francisco J. Chavanel
Quisiera que los próximos siete u ocho minutos pasaran rapiditos y quisiera no decir nada, callarme y callar con el silencio.
Hoy no tengo nada que decir salvo expresar mi dolor por la muerte de mi hermano de 62 años, Manuel Chavanel Seoane. Ha sucedido y cuando sucede algo así no hay forma de entenderlo, de apresarlo, de comunicarlo.
El jueves, a eso de las nueve de la noche, recibo en mi móvil la llamada de mi sobrina Abigail. Lo cojo con aprensión pues no son horas normales de llamada de Abi. Me dice que se ha ido… Y llora. Salgo corriendo y entro en casa de Manolo. Lo veo sobre su cama, completamente inmóvil. Ha sido un infarto, inmediato, un latigazo que no le concedió la menor oportunidad. Me fijo en él y me digo que no es mi hermano, que aquella persona que está muerta encima de la cama no es él, que no se le parece lo más mínimo.
La mente está jugando conmigo. Te ofrece distintos escenarios para que te muevas entre ellos y vayas digiriendo poco a poco la desdicha que ya habita contigo.
Hay en la habitación central de la casa mucho movimiento. Todos buscan el seguro de Manolo. No aparece por ningún lado. Ya se han efectuado las llamadas pertinentes a las empresas habituales pero allí no figura. Ni en Santa Lucía, ni en El Ocaso, ni en Mapfre, ni en otras. La noche avanza. Muevo ficha. Hablo con unos amigos y les pido el favor. Mely, su mujer, cuenta que a principios de semana Manolo quiso pedir hora para vacunarse. Muface le respondió que en su base de datos Manuel Chavanel Seoane constaba como fallecido. Esa misma mañana mi hermano había logrado cambiar el dato pasando de muerto a vivo. Y, ahora, apenas a cinco metros, volvía al estado de deceso. Silenciosamente callamos absortos a la búsqueda del maldito seguro.
Hay dos realidades. La pena te consume pero no del todo. Mientras buscas el papel, es como si aún pisaras la tierra y como si todo siguiera igual, sin que algo terrible haya sucedido. Sabes que, cuando encuentres el papel, un ceremonial fúnebre se pondrá en marcha y entonces nadie podrá frenar la desesperación y el encuentro hacia cien mil navajas clavadas en tu pecho.
Ya son más de las diez. Suena un móvil. Es el de Manolo. Lo llama mi madre, 85 años. Nadie lo coge. Nos decimos que no debemos decirle nada hasta mañana. Hay que ahorrarle el dolor de esta noche. Mi pobre madre lo llama por segunda vez. Miramos hacia otro lado. Seguimos con la búsqueda.
Cerca de las once, tenemos el nombre de la aseguradora. A partir de ese instante y hasta las dos de la madrugada, cuando el cuerpo queda depositado en el tanatorio San Miguel, el camino hacia el precipicio del sufrimiento cambia de velocidad.
La realidad sigue pasando ante nuestros ojos y eso sigue agarrándonos a la tierra. Llega un operario de la funeraria y nos pide el DNI de Manolo y la certificación de la muerte por parte del médico que todavía no es firme. Se lo llevan al Hospital Doctor Negrín para que el médico certifique la causa de la muerte de modo definitivo: infarto fulminante. Luego llegarán otros dos operarios de la funeraria y se llevarán el cuerpo envuelto en una bolsa. Se lo llevan camino de la central para “preparar” el cadáver. Nosotros cerramos la puerta de la casa y nos dirigimos hacia la sede de Fupalsa. Hay que elegir los detalles del ceremonial. Dónde depositar las cenizas, cuántas coronas, qué inscripciones, los colores de las flores, esquelas, detalles de las esquelas, nombres de cada uno… Y algo muy importante: la hora de la incineración. La familia no quiere otra noche de vigilia; sin embargo, nos dicen que la única hora que tienen en San Miguel es las ocho y media de la mañana del sábado. Demasiado tiempo, demasiado desgaste. Les rogamos que busquen una solución. Nos confiesan la verdad: están reparando uno de los dos incineradores que poseen: muere más gente de lo normal en estas fechas. Al final nos dan una solución: el fuego consumirá el cuerpo en el tanatorio de Las Torres a las diez de la noche del viernes. Aceptamos con los ojos cerrados.
Es otro momento oasis. Mientras estamos ahí, en manos de la burocracia, no viajamos a los suburbios de la lamentación.
A las dos de la madrugada, el cuerpo de Manuel Chavanel Seoane se presenta ante nosotros. Lo han maquillado y le han cerrado la boca. Y ahí nos desplomamos: una tristeza infinita se adueñó de nosotros, un torrente de lágrimas salió de nuestros ojos, el más cruel de los asombros atravesó nuestra mortalidad; ya no sientes tu cuerpo, parece que levitaras, algo muy profundo te mantiene sobre un vacío lóbrego y negro.
Apenas quince días antes, Manolo había debutado de forma dramática en una diabetes que lo convirtió en insulinodependiente cuando se encontraba con números de hiperglucemia. Entró en el hospital por su propio pie, algo inusual en él. Por lo general Manolo huía de los médicos. Era una fortaleza física y tenía una tolerancia al dolor inexplicable. Era difícil verlo quejarse de algo. Hasta debutar en la diabetes, mi hermano pasó un viacrucis que probablemente duró entre dos y tres meses. Tuvo una infección de orina que pasó por alto pero que le fue quemando poco a poco. Cuando el páncreas dejó de secretar azúcar, el cuerpo buscó sus propias soluciones y las encontró robándola en no sabemos qué órganos. Tuvo que pasar un martirio y él no se percató. Probablemente el colapso brutal que sufrió en su corazón es una consecuencia directa de esos días sin atención médica.
He llegado hasta aquí y no puedo escribir más. De alguna forma no me queda otra que actuar como portavoz familiar. Quiero darles las gracias a todas las personas que nos han llamado, que nos han enviado mensajes, que han estado con nosotros en estos días duros del Covid. Toda mi familia y yo mismo nos sentimos orgullosos de los reconocimientos públicos que está recibiendo Manolo por parte de la comunidad educativa. Era un magnífico inspector y un excelente profesor de apoyo. Se había especializado en resolver los problemas de los demás y en eso era sencillamente un portento. Tenía una capacidad de trabajo inusitada, un gran compromiso ético y un deseo que nos va en el apellido de darlo todo por los suyos. Ahí también deja un hueco.
Muchas veces hemos sido más que hermanos. Nos criamos juntos y juntos avanzamos por la niñez, por la adolescencia y por edades más maduras. Nunca pensamos lo mismo en casi nada; solo estábamos de acuerdo cuando hablábamos de fútbol, escuchábamos música, o nos íbamos de asadero. La disidencia y la cabezonería es algo típico en un Chavanel. Por encima de todo lo demás estaba su familia, su esposa Mely, su hija Abigail, su nieto Darel. Lo van a echar mucho de menos. Sus hermanos también. Y sus sobrinos. Y, sobre todo, su madre, una mujer firme y valiente a la que la vida vuelve a poner a prueba. Adiós, hermano: por los muchos días felices que vivimos juntos.
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