Canción última

Ella me cambió y hoy soy bastante mejor de lo que fui

Francisco J. Chavanel

Fue emocionante encontrarnos la familia en San Mateo este año. El primer día no me lo creía. Parecía que habíamos venido de ese odio que se amortigua tras la ventana en un año que no era uno ni dos sino cuarenta multiplicados, con la garra suave de la esperanza batiéndose en retirada. Estábamos tan agotados del braceo, de la duermevela, que lo único importante estaba allí, ante nuestros ojos: la ruidosa hermandad unida.

El día 8 de agosto Lola eligió dejarnos. Esa maravillosa carlino tenía 17 años, bastantes más de lo que se presume a los seres de su raza. Desde los 15, era casi totalmente dependiente de nosotros. Tenía un tumor en estado avanzado, la cadera quebrada, y con la artrosis abriéndose paso definitivamente. La primera vez dejó de repente de comer. Ángeles y yo nos miramos. Es el momento: a partir de aquí empezará a sufrir, y eso sí que no… No es posible entender a Lola sin su hambre voraz a todas horas. La llevamos a la veterinaria con espíritu eutanásico. Recuerdo que Lola me miró en ese instante del adiós. Temblaba como siempre temblaba ante médicos y clínicas, pero no sé por qué tuve la sensación de que no quería irse.

A la veterinaria no se le ocurrió otra cosa que hacerle unas placas, detectarle la artrosis y el tumor, y decirnos que había alimentación adecuada y medicina paliativa para estos casos: que aún quedaba Lola para rato. Nunca se lo agradeceremos bastante pues tuvimos con nosotros a nuestra mascota un año y medio de forma completamente inesperada. Y así fue: Lola ya no podía salir a la calle, ya no podría ser detenida por seis agentes municipales como le ocurrió en Las Canteras en el año 2005, ni podría ser multada dos veces por el agente Báez en el parque de La Minilla por hacer caca y pis pese a que los excrementos fuesen retirados inmediatamente por sus dueños, ni podría visitar más la playa, ese lugar que era como el paraíso para ella, donde más feliz y libre se encontraba. Pero estaba viva, con su vitalidad de siempre, pendiente de todos nosotros, ladrando cuando alguien no la saludaba, ladrando cuando necesitaba bajar o subir a algún sitio. Era un privilegio: mil veces que ladrara, allí estábamos, solícitos.

No les voy a contar lo que es la ausencia de un ser querido, de un familiar, cuando ya no está. Las personas que tienen o que han tenido mascota lo entienden con precisión. Es un dolor profundo, de esos que se pegan al tuétano y no te dejan; tu cuerpo se estremece y lloras y no paras de llorar y, cuando crees que lo tienes superado, vuelves a llorar. Cuando llegas a la casa que ella habitó, un universo de olores y de sabores se concentra a tu alrededor. No sabes cómo luchar contra eso. Todo es desamparo, recuerdos y lunas que se fueron.

Pasan los días y te avergüenzas del dolor que sientes. Lo comparas con otros dolores, con otras dramáticas ausencias humanas y hay momentos, muchos momentos, que te parece que esto es más intenso, que lo que te abraza a ella es más permanente y profundo. Y entonces piensas sobre todo esto. De cómo humanizamos a nuestras mascotas, de cómo es posible mantener una relación basada en la lealtad absoluta, en la devoción absoluta, en la protección absoluta, y en un amor absoluto que jamás entregarías a persona alguna… Ni borracho lo harías. Los amores humanos tienen matices en sus compromisos. Nada es total, para toda la vida, nada dura para siempre. Los animales no son nuestros competidores. No compiten sobre quién tiene más inteligencia, más estatura, más elegancia, o más larga. Sobre quién tiene un mejor trabajo, quién te quiere más, quién tiene más dinero, quién tiene mejores amigos, mejores influencias o más likes. A los animales no les importa la guerra civil, en qué bando militas, a quién votas, qué equipo de fútbol es el tuyo, si eres racista, feminista, machista o triángulo equilátero. Amas lo que te complementa y lo que necesitas; amas aquello que puedes dar libremente y sin medida, porque no hay riesgos, ni de venganza ni de rupturas.

Salvo cuando llega la definitiva, cuando la vida establece la pena de metal sobre un cemento fangoso.

El día de su muerte, antes de que la fábrica del llanto nos impidiese pensar y explicarnos, todo se aceleró como la luz cuando te absorbe. Durante el viaje hacia la clínica en un domingo sombrío y caluroso, que nos pareció larguísimo e inacabable, tuve la impresión de que ella deseaba llegar lo antes posible. La fortuna quiso que se hubiera podido despedir de todos el primer día de aquellas vacaciones en las que estábamos juntos. No pudo elegir día mejor. Aún están ahí las caricias, los besos y el silencio. Desde los más grandes hasta mis queridos nietos rindieron homenaje a esa pequeña e inaudita alma que bendijo nuestras existencias.

Al entrar en la consulta, Lola ya lo había dado todo. Antes de la sedación y antes de la jeringuilla final, hundió su cabecita entre sus patas delanteras y cerró los ojos. Murió tranquila y en paz. Ángeles y yo aún la seguimos viendo así, disponiéndose a dormir un sueño eterno, hayan pasado los días que hayan pasado. Hay veces que escucho su ladrido pidiéndome su comida…, ¡qué más quisiera yo!

Somos cientos, miles, decenas de miles quienes hemos pasado por lo mismo. Lo sé porque ahora lo puedo verbalizar y hablar, y rara es la persona que no haya vivido una experiencia similar. Pero sentir esa emoción singular hacia alguien que no es de tu raza, ese temblar continuo, ese quejido interminable y ese adiós que no quieres dar es algo incómodo y, en cierto modo, insostenible para un miembro de la raza humana. Por eso este comentario se lo debo a Lola. Ella me cambió y hoy soy bastante mejor de lo que fui. Entre ella y mis nietos han recuperado a la persona que quise ser cuando desconocía la dimensión del callejón oscuro en el que entré en nombre del éxito y del triunfo social.


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