Francisco J. Chavanel
La mesa era larga como un día sin pan. Para tratarse de la mesa de la paz la mesa parecía la nave del olvido. Ancha y larga a la vez. Pintada de un blanco oro que tuvo que ser de otros emperadores rusos. Nos imaginamos a Catalina La Grande en uno de los extremos cenando con uno de sus amantes en el otro. Y engulléndolo poco a poco mientras avanzaba el ceremonial de la degustación.
El anfitrión se sentó en el extremo izquierdo, y el invitado en el derecho. En medio un campo yermo, con hectáreas y hectáreas a recorrer. Pero el campo estaba solitario, nadie en ese lugar desolado salvo ellos dos, ningún grito, ninguna agitación…, se iba a hablar de paz pero aquello olía a guerra y a terror.
El invitado, Enmanuelle Macron, tomó la palabra. Hablaba rápido el francés, con estilo, dando la impresión de profundos conocimientos, alta inteligencia y prosaica vida personal. Venía a salvar Occidente, a buscarle una salida al mar a su anfitrión, a convertir su ambición de transformar la vieja Rusia en otra más vieja todavía, en algo parecido a un trueque con los tanques y los misiles escuchando la conversación.
Pero lo que nadie sabe todavía es si todo lo que decía era entendido por Vladimir Putin, en el extremo izquierdo. No porque Macron fuese confuso en su exposición o se le echara de menos un uso más correcto del inglés. Sino porque las distancias eran largas. Las palabras debían recorrer unos cuantos metros para llegar a los oídos del interlocutor. Tal vez en algún momento fuese necesario que ambos tuviesen en sus manos un megáfono, o un altavoz de unos cien watios, aproximadamente.
Aunque el ruido era inexistente, y en el exterior ni siquiera cantaban los pájaros, como si fueran capaces de comprender la importancia de lo que se estaba ventilando en esa conversación y en esa mesa amplia como la vida de Matusalén, lo que se escuchaban eran murmullos. Putin tuvo que pedirle a uno de sus ayudantes que se acercase. “No escucho lo que dice”, musitó, “dígale al señor Macron que hable un poco más alto”. Cuando el premier francés recibió el recado empezó a levantar la voz cada vez más; al poco tiempo estaba gritando como si estuviera vendiendo lotería.
Más tarde el que dijo no escuchar fue el propio Macron que le pidió con educación exquisita a Putin que ascendiese el timbre de su voz de modo que ni una palabra suya se perdiera en aquella habitación infinita. Con esa bigmesa en medio de los dos podían haber hecho varias cosas: desde jugar al ping pong, al balonmano, pasando por el futbito, o una carrera al esprint. Todo eso hubiese resultado más lógico que intentar una conversación mínimamente fluida. Las palabras que brotaban de su bocas huían hacia ninguna parte. Aunque se dirigieran hacia el interlocutor que estaba enfrente, las palabras se perdían en el camino; muchas de ellas caían de agotamiento y morían en mitad del recorrido. Cualquiera que se hubiera fijado se habría dado cuenta de que allí, en el centro de esa mesa, figuraban los cadáveres de un montón de palabras, como por ejemplo “paz” o “negociación”. La palabra que dominaba entre los muertos era “paz”. Había mucha “paz” en aquel cementerio de artículos, adjetivos, adverbios, nombres y verbos. Los sustantivos apenas atravesaban los primeros diez metros; y los complementos directos cuando llegaban al último cuarto exclamaban: “No somos maratonianas”.
Después de gritar dos horas Macron y Putin se despidieron. Completamente afónicos apenas pudieron entonar un adiós. No se tocaron por el covid; no hubo ni beso en la mejilla ni un apretón de manos. De repente los pájaros volvieron a cantar. Los dos líderes sonrieron, felices de haberlo intentado. Hemos intentando ir a la guerra mientras hablábamos de paz, pensaron los dos sin saber que los dos pensaban lo mismo.
Luego entraron los limpiadores de palabras. Tenían tarea. En las siguientes cinco horas abrieron zanjas para enterrar tanta palabra malherida. Al terminar se acercaron a la mesa hasta rodearla con su presencia. Abrieron un par de botellas de vodka y unas cuantas latas de caviar traído especialmente del mercado negro y ahí, como un milagro, comenzó la vida de nuevo.
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