Cuando el pasado sábado el presidente del Gobierno de España, Pedro Sánchez, anunció que los niños y las niñas podrían salir a pasear a partir del 27 de abril, lo que intentaba, y lo consiguió, es que pasara inadvertido el hecho de que, en realidad el confinamiento se alargaba dos semanas más, con los que ya sumamos tres prórrogas del Estado de Alarma.
El titular era que en poco más de una semana los niños y las niñas menores de doce años podrían salir a la calle, aunque tres días después del anuncio aún no sabemos cómo, señal inequívoca de que ni ellos mismos lo habían diseñado cuando lo anunciaron.
Nos echaron una migas de novedad y optimismo con la que entretenernos, el ansiado inicio del desconfinamiento, para que no enfocáramos a la dura realidad de que el estricto confinamiento sigue, al menos, dos semanas más. Y sigue incluso en islas, como La Graciosa, donde se multa por salir a la calle aunque allí no exista la pandemia.
La gestión que hace el Gobierno de Pedro Sánchez es una mezcla de excesivo paternalismo, improvisación y campaña de imagen. Grandes titulares pero poca sustancia, emplazados siempre a la lectura pormenorizada de las medidas en el Boletín Oficial del Estado donde al final pone Digo donde debería decir Diego.
La economía puede también dejarse seducir por titulares y la bolsa se dispara cuando se habla de invertir 200.000 millones de euros o proteger al selectivo español de las opas extranjeras. Pero cuando al día siguiente se descubre que la mayor parte de esos 200.000 millones son promesas de avales, se desinfla el suflé y la bolsa vuelve a tocar el suelo. Y así una semana tras otra.
España vive uno de los confinamientos más restrictivos, sino el que más, de entre las diversas modalidades que han elegido los países del mundo para vencer al COVID19. Y no rechazo que la medida fuera necesaria cuando se adoptó, ante la desconocida magnitud de lo que se nos venía encima. Había que proteger a la población, y había que garantizar que el sistema sanitario pudiera absorber lo que se le veía encima. Pero hoy por hoy la sensación es que nos tratan a todos como a niños.
No voy a negar que la emergencia sanitaria por el coronavirus está teniendo un altísimo coste con casi 2,5 millones de afectados y 165.000 vidas sesgadas. Su naturaleza ha desbordado al más avezado científico de la Organización Mundial de la Salud (OMS) y las soluciones de confinamiento eran necesarias.
Pero cerca de cumplir la sexta semana de reclusión en España ya sabemos que quedarse en casa también también mata, pero de hambre, además de agravar y auspiciar otros riesgos para la salud.
Al Gobierno de Pedro Sánchez le ha costado un tiempo valioso entender que la gestión de esta emergencia podía tener un remedio territorializado en España. Porque si miramos al mundo, cada territorio, cada país, ha optado por una respuesta distinta de confinamiento con resultados casi idénticos. Países de nuestro entorno que empezaron más tarde su lucha contra la pandemia, cuando en España ya se contaban por miles los fallecidos, ya ha comenzado su vuelta a la normalidad mientras aquí nos conformamos con que los niños pueda salir a pasear, aún no sabemos bien cómo, la próxima semana.
El confinamiento decretado el 14 de marzo era necesario y estaba justificado, porque la prioridad era salvar vidas. Pero su mantenimiento en el tiempo nos habla de un excesivo paternalismo, de una total falta de confianza en la población, inspirada quizás por la nula seguridad en sí mismos de quienes toman las decisiones.
A estas alturas ya todos deberíamos haber asumido la responsabilidad que tenemos en la promoción y protección de nuestra propia salud; que Papa Estado nos mantenga en el aislamiento no contribuye a que nos concienciemos de que nuestra salud es, fundamentalmente, responsabilidad nuestra. Ya sabemos lo que hay que hacer. Hay que protegerse, hay que mantener la distancia social y hay que extremar la higiene. Y debemos saber gestionar nuestra propia salud decidiendo libremente quedarnos en casa cuando sintamos que nos estamos seguros o preparados. Llegados a este punto, la prohibición de salir no nos hace más fuertes, sino más temerosos.
Y el virus no se va a marchar, no va a desaparecer. La población tiene que asumir que protegerse es obligación de cada uno, porque no podemos vivir confinados hasta que en un futuro, cercano o lejano, la ciencia provea de tratamiento o vacuna. Porque incluso cuando ese momento llegue, seguiremos estando en riesgo de sufrir una nueva pandemia de origen desconocido, de la que no podrá defendernos el celo paternalista de ningún estado.