Comentario inicial de Marian Álvarez.
Según la Organización Mundial de la Salud (OMS), en Europa se suicidan cada año 500.000 jóvenes, y se estima que la mitad lo hace como consecuencia del acoso escolar.
Son datos ofrecidos por la Asociación Valenciana contra el Acoso Escolar (Avalcae), que sostiene además que hay entre 300 y 400 suicidios de niños y jóvenes en España que se ocultan o se enmascaran, muchos de los cuales están motivados por acoso escolar.
Casi dos mil posibles casos de acoso escolar ha detectado el teléfono del Ministerio de Educación contra el bullying (900 018 018) desde que se puso en marcha hace solo dos meses. Son 33 casos cada día.
Así leído, así escuchado, son sólo frías cifras.
Fue la carta de despedida de Diego, un niño de apenas 11 años de edad que puso fin a su vida arrojándose por la ventana de su casa, un quinto piso del barrio madrileño de Leganés, la que impulsó la puesta en marcha de este servicio del Gobierno.
Pero Diego no ha sido la última víctima. En Murcia una niña de 13 años se quitó la vida la pasada semana porque no soportaba su propia existencia, una realidad de abusos y humillaciones a la que la sometían sus iguales. Cuán cruel debe ser la propia vida para tener el valor de arrancarla. Antes del de Lucía, ya se investigaba también si el acoso escolar estaba detrás del suicidio de un niño de 12 años en Eibar.
Leganés, Murcia, Eibar… Así leído, así escuchado, suena lejos.
Hasta que la semana pasada contemplamos atónitos el vídeo en el que unas adolescentes pateaban la cabeza de otra en un centro comercial de Lanzarote. Y entonces comprobamos que no se trataba ni de un dato frio ni de un lugar remoto.
Hoy sabemos que en Fuerteventura se investiga si es también el acoso escolar la causa del intento de suicidio de otra menor que se recupera en un centro hospitalario.
Las redes sociales han venido, en parte, a visibilizar apenas la punta del iceberg de la realidad del acoso entre iguales. Pero las redes sociales son especialmente un arma que multiplica exponencialmente el daño de las víctimas a las que se humilla, denigra y veja ante un público cada vez más heterogéneo y más disperso (centenares de miles de reproducciones ha tenido el vídeo de la agresión de Lanzarote hasta que las autoridades han instado a hacerla desaparecer de la red, y aún hoy puede reproducirse aunque con parte de la imagen distorsionada). Y como suele ocurrir con la violencia, sospechamos que el altavoz de las redes sociales también puede contribuir al nacimiento de imitadores.
Estamos escandalizados, sorprendidos, asustados. Estamos indignados, incrédulos, ruborizados. Pero ¿qué falla para que no seamos capaces de detectarlo, de prevenirlo, de evitarlo?
El acoso escolar es, como la violencia machista, un fracaso de nuestra sociedad. De la educación y la formación en valores que NO estamos dando a nuestros hijos e hijas que se desenvuelven en el entorno educativo y en el social como si estuvieran en la selva, con la ley del más fuerte. Es responsabilidad de los padres, lo es de los profesores que conviven con ellos tanto como las propias familias, y lo es de una administración que tiene la responsabilidad de poner toda la voluntad y todos los recursos necesarios para que los protocolos sean realistas, valientes, eficaces y eficientes.
Toca hacer examen de conciencia. ¿De verdad podemos escandalizarnos? ¿El mismo día que también se difunde por las redes sociales el video de dos hombres adultos en un campo deportivo donde se juega un partido de juveniles, resolviendo sus diferencias a golpes y sangre? ¿Apenas dos días después de haber hecho viral el vídeo en el que cuatro hombres adultos resuelven sus diferentes criterios sobre las normas de tráfico a patadas y puñetazos en plena calle? ¿Ese es el ejemplo? ¿El de padres que se enfrentan a los profesores, el de pacientes que agreden al médico? No podemos mirar para otro lado, el culpable está frente al espejo.