Carmen

Francisco J. Chavanel

Una vez más, la presidenta del Sindicato de Médicos de Las Palmas, Carmen Nuez, ha logrado estimular nuestra emoción en medio de esta debacle colectiva que estamos sufriendo.

Sus palabras en relación con una encuesta realizada recientemente al personal sanitario, en la que se destaca que un 45% del colectivo se dirige de forma inexcusable a soportar graves trastornos mentales, con episodios frecuentes de depresiones, cansancio, insomnio, incluso tendencias al suicidio, concreta de una forma muy explícita lo que está sucediendo con el ejército que ha combatido la pandemia en la primera fila de la batalla.

No es lo que dice Carmen Nuez; es, sobre todo, cómo lo dice. Con una sencillez aplastante va desgranando acontecimientos y sentimientos que nos parecen naturales en una revelación de detalles profesionales sobre vidas que se cruzan con nosotros y que, sin embargo, apenas conocemos, vidas que han mutado de forma inesperada para convertirse en otras vidas donde, paradójicamente, la relación más cercana es con la muerte.

La profesionalidad de esa gente sintiendo el aliento de algo inevitable, una enfermedad, tal vez un contagio, el temor a contagiar a otros, a quedarte fuera de juego, a no ser útil, a ser un estigma para tu familia y tus vecinos, la sensación de que te la juegas a cada minuto, de que tienes que considerar cada detalle, que no puedes olvidarte de nada, que tu concentración tiene que ser máxima mientras empiezas a despedirte del último moribundo, y tú estás ahí, en medio de una guerra mortal que no toma prisioneros, queriendo correr y alcanzar tu casa mientras la parte vocacional de ti te arrastra hacia el compromiso, hacia el riesgo, hacia no se sabe qué, porque no sabes lo que va a pasar, no sabes si la suerte te acompañará o no, no sabes si es mejor pensarlo o despedirlo de tu cabeza, mejor despedirlo, mejor no pensarlo, mejor abrazar las desdichas del futuro sin bailar con tu máscara…

Todo esto es terrible y es evidente que ya no puede solucionarse con un aplauso a las siete de la tarde. Es un duermevela constante, un drama personal sin luz ni apoyos, en la máxima de las soledades, uno a solas con su vocación y con su destino.

Es mucho tiempo. Dentro de ya serán diez meses, a un ritmo de 80.000 muertos y más de dos millones de contagiados. ¿Quién se recupera de una conmoción semejante? ¿Quién está preparado para soportar algo así? ¿Qué te pasa por la cabeza cuando uno de tus compañeros o compañeras se contagia, cuando ingresa en la UCI, cuando de repente exhala el suspiro final?

Todos, de una forma u otra, estamos encerrados en el mismo pabellón psiquiátrico. Esto no es bueno ni sano para nadie. No saldremos mejores. Saldremos aliviados pero no mejores. Hemos visto cosas que no deseábamos ver. Probablemente, hemos perdido personas que nos han sido fundamentales, hemos sentido la desolación y la distancia, la incapacidad de ayudar a quien no podíamos ayudar, hemos sentido cómo una buena parte de los castillos que hemos construido como algo definitivo se han desplomado, se han venido abajo, cómo las lágrimas saltan de nuestros ojos en los momentos más desconcertantes. Hemos sentido la debilidad y las ganas de abandonarse para siempre.

Estamos en una guerra y, no obstante, nos negamos a admitirlo y a tomar medidas propias de una guerra. En una guerra, donde las amenazas son constantes, donde la vida y la muerte son una lotería, ni se celebran carnavales, ni cumpleaños, ni navidades, ni siquiera la libertad de un preso. Nosotros seguimos celebrándolo todo como si quisiéramos continuar viviendo la vida que teníamos, cuando ya todo ha explotado por los aires. No lo hemos entendido bien y, la verdad, no hemos tenido ayuda externa para entenderla. El fracaso de nuestros dirigentes es tan abominable que es preferible no mencionarlo demasiado, pues saca lo peor de nosotros. Lo único bueno que podemos decir de ellos es que también carecían de experiencia en este tipo de asedios.

Ahora no estamos para negatividades ni para amarguras que solo nos debilitarán un poco más, y más, hasta desaparecer en combate. Pero la propaganda oficial debiera ir por ahí: usar la palabra ‘esperanza’ con medidas expeditivas al lado; confinamientos extremos al lado de ayudas extremas; vacunaciones extremas al lado de ritmos extremos; no quedarse nadie atrás significa entender el sufrimiento de cada una de las personas que crean nuestra colectividad. Y lo primero que suele hacer un político para transformarse en tal es devenir en un sociópata, lo contrario de un ser humano que empatiza con otro. Por eso, insisto: no será la política, ni los políticos quienes nos saquen de aquí.

Dependemos de nosotros mismos. De nuestra capacidad de entender una realidad apabullante, de nuestra capacidad para diagnosticar la adversidad, de nuestra capacidad como individuos para llegar a acuerdos con otros, de nuestra capacidad para ser generosos con los demás para que los demás lo sean contigo. Es un corralito. Una trampa de la que se sale juntos. España y los españoles llevan haciéndolo 500 años, dándonos exactamente lo mismo la clase de políticos que lanzaban sus látigos sobre las espaldas de los ciudadanos. Lo hemos superado todo y esta vez no será distinto.

Vivimos en una sociedad asfixiada por una guerra. Es una guerra que pugna por arrebatárnoslo todo. Los bombardeos no han finalizado, podemos oír todos los días sus explosiones y ver y sentir a la gente que va cayendo. Comportémonos como tal. Forma parte de nuestra libertad individual elegir. Por una vez, elijamos a los demás para salvarnos nosotros.

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