Francisco J. Chavanel
Nuestra mente tiende a la dispersión, y es fácil entenderlo. Pensamos en el futuro viviendo un presente que todavía está conectado con un pasado demasiado reciente. No es fácil hacerlo. De repente nuestra vida ha cambiado de forma tan drástica que es imposible digerir el tráfico ingente de datos que se agolpa en los pliegues de nuestra cabeza. Ni nuestra sabiduría, experiencia, conocimientos, dan para ello. Todos los días tenemos comprobaciones certeras: hasta los doctos, los más cercanos al problema, han errado en sus predicciones, diagnósticos, verdades que se han terminado convirtiendo en mentiras y en sonoros fracasos.
Me pregunto: ¿cómo vamos a interpretar los signos del futuro, si a duras penas no sabemos lo que nos está pasando y ya casi no nos acordamos de lo que ocurrió hace un mes, de cómo era nuestra vida, nuestras esperanzas, nuestros anhelos, nuestros amores y nuestros sufrimientos?
¿Dónde están nuestros proyectos de vida, aquellos que nos impulsaron durante años, los que redimieron lo peor de nosotros mismos, lo que nos hizo valientes y osados, lo que nos hizo librepensadores, o libresyoquesé, ese futuro que se acababa con la muerte, con una muerte plácida y en sosiego, casi en una campiña, rodeado del calor de los tuyos, mientras escuchabas a lo lejos los sones de una canción querida?
Esa muerte de nuestros mayores, nuestros padres o nuestros abuelos, esa muerte mortal de color gris, indigna, nauseabunda, olvidada y escondida, en esas residencias de ancianos que se crearon para mejorar la calidad de vida de todos que, al final, ha sido una cámara de tortura, una trampa mortífera carente de cualquier belleza y de cualquier calidad, en ese abandono abandonado, como si no importaran, como si fueran una carga, como si todo lo que hubiesen hecho no hubiese servido para nada, tratados como animales que entregan lo mejor de sí mismo y cuando dejan de entregarlo se les tira por el acantilado…, es el retrato de un futuro inmortalizado en el sueño de una generación que gobernó los años ochenta. Y es un retrato horrible.
Así debía ser la vida. Así era el futuro entonces. Todos debíamos tener una existencia feliz y todos debíamos morir en paz con dios o sin dios al lado. Así era Europa, así era España, así eran nuestras familias. De alguna forma jugamos a ser dioses, a controlar los pequeños, los medianos, y los grandes detalles. A mover como una marioneta todo lo que estaba a nuestro alrededor. Dioses y semidioses con todo, o casi todo, aquilatado, consensuado, decidido de antemano. Teníamos la palabra perfecta para todo, el diagnóstico de todo, todo tenía una solución. Habíamos adquirido el poder de decidir el día de mañana, el futuro, nada más y nada menos.
¿Y ahora qué hacemos con el futuro cuando se presenta de pronto y sin remedio, cargándose el futuro diseñado por nosotros, y poniendo por delante sus imposibles condiciones? ¿Cómo es posible que se nos haga tamaña felonía? ¿No éramos dioses o semidioses?… ¿Puede pasarle esto a la raza que domina el mundo, a nosotros los intocables, cuando estábamos concienciados y concentrados en mejorar nuestra esperanza de vida hasta los 150 años?… ¿Qué ha sucedido? ¿Quién ha irrumpido en la habitación donde reina nuestra tranquilidad y nuestra serenidad, ganadas en miles de batallas contra lo desconocido, en el preciso instante en el que estábamos transportando a un ser humano a un planeta habitable, en el que estábamos erradicando todos los tumores, en el que nos proponíamos cambiar todos los órganos humanos que no funcionaran por una copia perfecta y sana?
¿Quién se ha atrevido a alterar el orden establecido, a dictarnos que nuestro día de mañana no es el previsto y que hay un cambio de ruta que afecta a la inmensa mayoría de la población, que ahora ya se sabe mortal, pendiente de un hilo, sufriente, y con temor al dolor?
El regreso al dolor es como el retorno a las catacumbas. Allí se encerraban los perseguidos, se confinaban durante meses y años, para no ser vistos, delatados, para no ser destrozados por las fieras del circo romano. Es posible que seamos los nuevos perseguidos. Cuando el coronavirus acabe siendo derrotado por la ciencia, nada de lo que conocemos será igual. Todo habrá sido talado a nuestro alrededor. Y habrá que empezar desde el principio.
Habrá que pensar en otro día de mañana, pues el que imaginamos ayer ya no existe. Si lo pensamos bien “mañana” es una palabra que queda muy lejos. Nunca como hasta la fecha el tiempo pasa tan lento y escrupuloso, en medio de un vacío interminable, y de un ruido insonoro y casi plácido, es como el final de una tormenta o como el principio de otra. Las calles esperan por el bullicio, lo echan de menos y lloran por las noches; las tiendas cerradas desean su apertura; y los niños, que son el futuro, adoran a sus padres, están mas cerca de ellos que nunca, los miman, los protegen, les quitan sus miedos, alimentan su inteligencia, les dan lo mejor de sí mismos. Es difícil que haya algo igual, tan hermoso reinando en la yerma tierra de la impotencia
El ser humano ha probado el confinamiento. Ha catado su sabor y ha sumado sus pros y restado sus contras. Cuando llegue el día después estaremos tan pendientes de la tarea de sobrevivir que es posible que nos hayamos olvidado de algo esencial: ese confinamiento, y esta vida al ralentí, también es una oportunidad para sentirse, estar con lo más próximo y con lo que más quieres, echar de menos a aquello que realmente vale la pena, darte cuenta de lo que es auténtico y relevante y de lo que no vale ni un carajo.
Cuando llegue el día después yo no quiero estar. Ya lo viví. No quiero ningún día después ni un día histórico: sólo quiero un día más. Un día y un día más. Un día más y otro más, y así hasta sumar días independientes los unos de los otros, con entidad propia, con su propio perfil y sus características… Quiero saborearlos como nunca. En un placer solitario e inaccesible. Mi día después lo encontré en este confinamiento.