Francisco J. Chavanel
Entre él y yo habrá una separación de unos veinte metros. Cumplimos satisfactoriamente con la distancia social. Ninguno de los dos corre peligro de contagio. En medio lo que hay es un abismo. Yo estoy sobre cinco plantas de cemento y él sobre otras cinco; de modo que nos vemos en paralelo, o mejor, lo veo y lo contemplo yo a él, ya que parece estar ensimismado en sus propios mundos, como alejado de las cuestiones humanas.
Para poder abrazarlo tendría que bajar las cinco plantas, cruzar la calle, subir en un ascensor otras cinco plantas y así tocar en su puerta y presentarme. Creo que algún día lo haré y, ¡sí!, lo abrazaré con mimo y con angustia al mismo tiempo, como quien se abraza a un clavo ardiendo, a un bombero, a un personal sanitario sin mascarilla porque piensa más en ti que en él. He aprendido a quererlo a distancia y lo único que sé es que cuando aparece a eso de las ocho de la mañana, descorriendo torpemente las cortinas, para controlar la temperatura, la luz y las radiaciones del sol, a mí me da paz y ternura, remonto ríos y mares, me mezclo con esa anodina forma de caminar sobre el mundo, flotando y negando las evidencias, como si no quisieras saber nada de nada, harto de saber tanto de todo y tan poco en realidad.
Suele pasar que sobre las once el sol llena con su manto amarillo la calle y entonces él saca su cabecita, descorre de nuevo las cortinas y se planta delante de ellas. Se tira al suelo y entorna los ojos; se tira al suelo y mueve el cuello a derecha y a izquierda mientras saca la lengua, lametea el aire, dijésemos que sonríe pleno desde su platea; se tira al suelo y ya no hace otra cosa que su hábito religioso de dejarse ir con la humildad de un monje. En el planeta no hay más misterio. Sólo está él, el sol, su amplísima comodidad de dios no electo, y yo, que lo venero desde mis veinte metros de distancia física.
Puedo fijar mi mirada en lo que hace durante una hora seguida. Y no me importa que pase el tiempo y que tenga una tonelada de trabajo que terminar. Mi mirada sigue posada ahí, en ese territorio de quietud, restringido y dominado por una perfecta sintonía de seguridad, aunque atienda lo que sea, o me llame el mismísimo Espíritu Santo. Lo más hermoso del día está pasando en ese instante y yo no me lo puedo perder. Alguien, minúsculo, condenado en la sección más baja de la sociedad, está degustando la felicidad de no tener compromiso alguno y de no preocuparse por lo que pasará mañana. Ese ser animado lo está logrando: ahora mismo lo miro y está ladeando su cabeza dándome la razón. Claro que sí, me dice.
Busco dentro de mí e intento extraer algún recuerdo sobre la serenidad, la placidez, la firme levedad de lo nimio. Aquellos días ingrávidos en la que no estaban los nervios, la ansiedad, la proximidad de la muerte o de una vida concentrada en sorpresas permanentes, casi siempre desagradables. Esa fecha donde tus pies colgaban sobre el caos, y abajo estaba Mordor, con sus monstruos ardiendo, peleando y combatiendo entre ellos, espantosos y acechantes, entre gritos salvajes y terrible violencia, cuando el exterminio era normal y tú pensabas que la única salida era la música exquisita, el córner de la vejez, no escuchar demasiado a las sirenas cuando cantan camino de Ítaca.
En las películas de mafiosos de Martin Scorsese los personajes corren en busca de su entierro. Se saben fuera de la ley, viven mientras pueden por encima de cualquier posibilidad económica, van salvando obstáculos cada vez más acosados hasta que encuentran el premio a tanto desbocamiento: un tiro, o varios tiros, en la cabeza, en el corazón, en el dibujo de un cuerpo sobre el que existía una leyenda de intocabilidad.
Cuando los mafiosos desaparecen y, en su lugar, surgen las personas normales, la diferencia entre la vida y la muerte son unos cuantos años de más que ganan los que respiran al lado de la ley. La grandeza de la observancia de la ley reside en que vivirás más tiempo pero esa vida no será emocionante; ese es el trato. Cambias aburrimiento por años sin aliento, esquizofrénicos, en el filo de la navaja. Está bien: hay mucha gente que ha nacido para ser moralmente intachable.
Me temo que este acuerdo se acaba de romper. Me parece a mí que las diferencias entre personajes que eligen existencias al margen de la ley y, otros, que escogen honradez, prudencia, ser un ciudadano de bien, son cada vez más cortas. Alguien ha roto el contrato. La violencia, todo tipo de violencia, se ha instalado en lo cotidiano. Y la desesperanza es el mueble bar en el que todas las noches te emborrachas. Las ilusiones están durmiendo en una cueva por descubrir. Y la fe en los demás es a la que nos agarramos para no ser perseguidos por el insomnio y la duermevela. ¿Qué será ahora de nosotros sin los bárbaros?, se preguntaba Kavafis, el poeta que rehusó el abrazo de la muerte, arrepintiéndose toda su vida.
Nos están pegando una paliza insoportable pero la sufrimos delicadamente, en silencio. Es pasmosa nuestra forma de padecer esta agonía. Nos levantamos cada mañana abriendo las ventanas para encontrarnos con un mundo que ya nos abandonó. Mi nieta me mira horrorizada, con cara de perplejidad y asombro, porque no la he abrazado. Ya no sé a quién protejo, si a ella o a mí, si mi vida vale realmente la pena si no la abrazo. Hay algo parecido a la confianza que se ha quebrado. Me lamento por el tiempo que no hemos estado juntos… Hablo con mi madre. Llevo dos meses sin verla. Le digo que cuando sea, seguramente mañana, no la podré abrazar ni besar. Le cuesta entenderlo. Tiene 84 años, los trastornos típicos de la edad, y su hijo mayor le dice que no la tocará porque de los dos la vida que corre peligro es la suya. Sólo quiero darle ese abrazo de amor y respeto, que no sé cuándo será. Me bebo las lágrimas pero ya digo: en silencio, delicadamente, educadamente.
Enfrente de mí, ese gato, cuyo nombre no conozco, me acaba de saludar. Se ha despertado y lentamente ha cambiado su postura de ser infectado por su propia alegría. Me percato de que siento envidia; envidio a ese animal irracional, cuyos movimientos pacíficos, coordinados y sinuosos me recuerdan a la persona que nunca fui. Eso es extraño. ¡Recordar a una persona tranquila que nunca fuiste!… Pues ahora no parece que sea el momento, me digo. Pues ahora lo que toca es remar y remar, y disfrutar si se puede, como si cada día fuera el último. De alguna manera soy un personaje de Scorsese que sabe que será eliminado en cualquier instante. Y me pasa estando al lado de la ley.
El gato se incorpora: se sienta y mira hacia el abismo y hacia la calle donde transitan coches y almas desbordadas por el frenesí. Me cambiaría por él ahora mismo, por su cárcel, en este momento, sin dudarlo. Tengo miedo, tengo miedo, tengo miedo. Es lo único que no puedo ni debo confesarme. Me están saqueando y tirito de miedo en esta noche oscura sin pistolas, metralletas, cuchillos, armas de asalto, cañones y misiles… Y, sin embargo, soy espectador de una prodigiosa demolición. Me despido de una era hecha pedazos. Ha caído lo más brillante de nuestro ejército. Han tomado la colina. Es como si nos hubiésemos quedado sin pasado, como si no lo hubiéramos vivido, han borrado una buena parte de nuestra biografía. Como si todos comenzáramos a nacer, al unísono, en un mundo que ha mutado las condiciones de un viejo acuerdo. Ha sucedido del día a la noche. Ese gato me recuerda a un mundo que ojalá no se haya ido del todo. Me agarro a su presencia y a su recuerdo.