Francisco J. Chavanel
Los pueblos no solo tienen los líderes que merecen, también tienen sus desastres, sus decisiones injustas, todo aquello que corrompe la vida pública y a la ciudadanía.
Los pueblos no son inocentes del todo cuando una dictadura dura cuarenta años, cuando el general de todos los ejércitos muere en su cama, cuando la clase política dominante pacta a su muerto un silencio sobrecogedor, cuando los rojos y los azules se dan un abrazo y firman una Constitución para convivir todos dentro de ella.
El pueblo no puede ser el espectador privilegiado de una obra faraónica que también a él le afecta… No está al margen, invisible, lleno de miedo o de irresponsabilidad, con las manos dentro de los pantalones, en el regazo, dejando hacer, asintiendo o maldiciendo pero en silencio.
El pueblo puede decir: “No me dejaron intervenir, tomaron decisiones por mí sin preguntarme”. Pero lo cierto es que ese pueblo calló y otorgó, y no dijo nada en contra de que Franco fuese enterrado en el Valle de los Caídos y que toda su carga de vergüenza, de ignominia y de historia macabra fuese llenando de indignidad a esa generación y a las posteriores. El pueblo dejó hacer, ni se inmutó. No se oyó a nadie meter ruido, gritar en la plaza, jugarse la vida ante lo que estaba ocurriendo.
El pueblo votó esa clase de convivencia, le dio carta de naturaleza. ¿Por miedo, por la opresión de las armas? Ah, la vida. Ya murieron bastantes decenas de miles durante la guerra y durante la dictadura con sus múltiples limpiezas ideológicas. Se fueron las ganas de protestar a París o a México. En España solo quedaron los triunfadores y los derrotados a los que se les impedía levantar cabeza. Cuánta pena.
Pero el dictador, el pecado original de todos, murió en su cama mientras ensangrentaba la pared de aquel hospital. Aumentó todavía más la vergüenza de todos. Éramos un país encanallado por el miedo; de alguna forma, ese pueblo que siempre tiene razón había pactado con la dictadura, el pueblo se sentía deudor de aquel matarife y secuestrador que le había perdonado la existencia. Es duro asumirlo, pero sucedió algo así.
Ahora, 44 años después, el dictador ya no descansa con sus víctimas. Hay algo de cobardía y de toro pasado en todo esto. Ha sido necesario esperar tanto para que una conciencia tranquila duerma el amanecer de un país todavía enfrentado. No se ha hecho tanto, o por el deseo de olvidar una terrible pesadilla que te deprime y te anula como individuo, o por el temor de resucitar el infierno que conduce a ese olvido. Ninguna de las dos son buenas razones. Ambas conducen a la indecencia, a sentirse sucio, vulnerable, traidor de lo que quieres ser.
¿Tenemos, forzosamente, que sentirnos mejor, más dignos, mejores personas después de lo de ayer?… Podemos alegrarnos de que el dictador no yazca en el lugar que él convirtió en mausoleo, enterrándose con sus asesinados… y no sé de qué más.
El pueblo unido jamás será vencido. Nosotros no estamos unidos. Somos millones de individualidades locales colgando en el vacío. El pueblo español siempre fue vencido, incluso cuando tuvimos un imperio con nuestros pies llenos de barro. Vivimos de glorias pasadas, muchas de ellas, inventadas por fabuladores, mentirosos, manipuladores de la realidad.
El pueblo no es el responsable de nada. Mira y deja hacer. Pero lo que mira son las tripas de sus hijos, o las cuencas vacías de sus amigos… Y deja hacer hasta el infinito, hasta que los dictadores duerman en paz cristiana y no reclamen siquiera una digna sepultura para sus muertos.
Si Pedro Sánchez se hubiera quedado inmóvil, nadie se lo hubiera reprochado. Esto es lo peor.