Nosotros ya decapitamos al rey que adoptamos, el que trazó las líneas de la Transición, el que nos puso en el mapa de la dignidad, el que nos hizo europeos y, por lo tanto, menos sirvientes. Lo decapitamos y nos entregamos a conocer sus muchas taras.
Francisco J. Chavanel
Como muchos de ustedes no soy monárquico. Carezco del amor a lo irremplazable como lo tiene el pueblo británico; carezco del amor a lo irracional como lo tendría un fanático.
Nunca fui monárquico, ni siquiera cuando la Corona estuvo sobre la cabeza del entonces rey Juan Carlos. En la época, cuando Franco había decidido morirse, cuando todo estaba por hacer en un país viejo, demolido por los azotes del poder hacia las clases populares, en el cascarón podrido de un imperio destrozado por su propia audacia, puse toda mi concentración en lo que estaba sucediendo.
Y de la misma forma que me llamó la atención cómo Torcuato Fernández Miranda, un franquista inteligente y muy del régimen, demolió las Cortes impuestas por el dictador, en un auténtico suicidio retransmitido en directo por una televisión en blanco y negro, todavía más me asombraría el retruécano Juan Carlos: el niño apadrinado por Franco para sucederle en la España inmortal, donde nunca pasaba nada, donde todo estaba atado.
Hoy todos sabemos lo que pasó. Fue una magnífica obra de teatro ejecutada por extraordinarios actores. A mí me gustó el libreto. Lo compré. De pronto todos estábamos dentro, todos podíamos elegir libremente entre odiar a nuestros enemigos o construir algo parecido a un futuro. Y todos, o casi todos, elegimos el futuro. Enterramos el hacha de guerra y le pedimos a aquel rey que hiciera su trabajo que, en realidad, consistía en dos funciones: controlar los cuarteles; y darle al país las reglas de juego de una democracia moderna.
A mí me parece que no se le puede más a aquel rey. Impidió varios golpes de Estado, se enfrentó a las cúpulas militares cuando hizo falta, y encontró en Suárez y en Felipe González dos políticos superlativos, cada uno con sus condiciones, con sus regates cortos y regates largos, que llevaron a la Nación hacia los años 90 con el convencimiento de que habíamos superado la leyenda de las dos Españas. Dudo que este malherido país haya vivido un periodo mejor que el que fue entre la muerte del dictador y las segundas elecciones ganadas por Aznar en 2000. Fueron veinticinco años apoteósicos, vividos a pleno pulmón, a velocidad de rayo, con todo o casi todo cambiando y transmutando, con una economía competitiva, en la vanguardia de los avances sociales, con nuestros deportistas en los primeros escalones mundiales. Habíamos recuperado el orgullo como pueblo, la serenidad, habíamos alcanzado cierta paz y sosiego, parecía que habíamos dominado a la bestia que siempre fuimos.
Pero no. Entre las corrupciones del PSOE y del PP, la crisis bancaria de 2007, el rey mostrando pornográficamente su vida en paralelo, su vida de quinqui mientras envejecía y caciqueaba con hombres y mujeres, según apetencias, todo se vino abajo, todo volvió al principio, todo volvió a la calle, a la crispación, al destierro, a la caída del bipartidismo, un retorno al 36, a los muertos olvidados, a la memoria de la desmemoria, o la desmemoria de la memoria, volvimos al deseo de revancha, de cambiar el resultado final, de convertirse los ganadores en perdedores y los perdedores en ganadores, volvimos por nuestra mezquindad y por nuestro oportunismo, habíamos borrado las huellas de posiblemente lo único bien que hicimos en 500 años, hicimos caso a nigromantes y especuladores, volvimos a confiar en filibusteros y bucaneros, de repente hicimos desaparecer la meritocracia, la capacidad de gestión, y la preparación. Dijimos que todo eso era mentira, que era impostura, que fue el poder de la nueva era el que nos corrompió cuando nosotros habíamos roto varias lanzas mirando hacia otro lado y permitiendo que nos compraran.
En ese vuelo donde los mercachifles y los usureros decían que todo estaba corrupto la España de la transición murió, fue asesinada por la impaciencia y por los que reescriben la historia una y otra vez, asesinada por sus amigos y por sus enemigos, asesinada, sobre todo, por una generación de burgueses cuyos conocimientos sobre el sufrimiento y sobre lo que era realmente esta Nación era, y son, inútiles, insuficientes, propios de ignorantes, de gente irreflexiva, de estúpidos catastróficos.
En el punto que estamos ahora el Estado está en manos de la arbitrariedad y la estulticia. Pueden asaltar el cielo pero cuando lo tienen lo contaminan, pues carecen de la capacidad de crear algo auténtico, algo que suscite ilusión, una sonrisa cómplice, algo perdurable.
Esta gente nos pide que echemos a la Monarquía. En nombre de la razón del presente, de un mundo entre iguales, de personas que no son vasallos de nadie, de claudicaciones inasumibles, de algo tan hermoso como la libertad, nos piden la decapitación del rey Felipe VI para repetir lo del 31 con Alfonso XIII, cuando el erial fue una república y la república finalizó en el pecado mortal de todos: la guerra civil.
Nosotros ya decapitamos al rey que adoptamos, el que trazó las líneas de la Transición, el que nos puso en el mapa de la dignidad, el que nos hizo europeos y, por lo tanto, menos sirvientes. Lo decapitamos y nos entregamos a conocer sus muchas taras. Es un ladrón, un comisionista, con un apetito sexual descomunal, un ser que no merece por estos motivos recuerdo alguno. Pero aún así yo le estoy agradecido a aquel rey que nos hizo algo mejores mientras él aprendía a sentirse por encima del bien y del mal, y a pasearse en compañía de la tentación y de lo perverso. Y ya no está, es suficiente. Pasó. Adiós.
Por eso mismo tampoco quiero verlo en España. Todo lo que haga será un peso nada amable para la institución que un día representó. Es el peor enemigo de su hijo, y lo que debe hacer es salvarlo alejándose de lo que más quiere.
Y en cuanto a mí yo lo tengo claro. Nunca fui monárquico y nunca lo seré. Pero Felipe VI, de todos los políticos actuales que conozco, es el más honrado, el más preparado, el más serio, el más creíble, el único que está casi siempre a la altura. Resulta asombroso su esfuerzo para no salirse jamás de la línea, para no ser él y ser los demás al mismo tiempo, para callar y reprimir sus ideas, sus deseos, sus frustraciones, y sus anhelos. Es un auténtico profesional a la espera, quizá, de un disparo mortal que lo liquide.
Pero no seré yo quien lo haga. Cualquiera otra opción me parece terrible para este país. Solamente pensar quién puede ser el nuevo presidente del chiringuito causa escalofríos. El PSOE que salvó la Monarquía en los 80, es el principal responsable de lo que ocurre. Sus amistades para salvar el pellejo a cualquier precio, repitiendo comportamientos que nos condujeron a la infamia más vergonzosa, esa mano que se da al asesino que mata por el placer de matar un símbolo, esa complicidad con líderes de clase obrera que habitan ricas mansiones desde las que romper las instituciones, y los equilibrios a los que los ciudadanos se asen sin saber lo que significan, es el alimento que necesitan los que quieren salvar España hundiéndola irremisiblemente.
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