Francisco J. Chavanel
Me cuentan que falleció ayer Eladio Monroy, un tipo que parecía un policía o un detective pero que no era para nada. Era un pensionista de la Marina muerto de hambre, que de vez en cuando husmeaba en los rastros de la inmundicia para sentirse vivo. Su muerte fue rápida, como la memoria de un bebé, un látigo en el corazón que se lo llevó en un segundo.
Era el Mike Hummer de la calle Murga, un superdotado nacido en un barrio, con la cólera en la sangre para salir adelante cuando los demás huyen como las ratas. Tenía Monroy un sexto sentido: el de atar cabos cuando las matemáticas no eran lo suyo. Se sentía tan pasajero de momentos olvidables que lo único que le importaba era que los cosas sumaran de forma correcta. Y si ponías encima de la mesa de Eladio Monroy una serie de contradicciones bien contradictorias él buscaba la forma de que lo asombroso lo pareciera menos: llegaba hasta el final con el arte de un loco sin futuro; le importaba poco la violencia que hubiera a su alrededor, las amenazas despachadas, el odio que se respirara: tenazmente Monroy apresaba el final como los policías o los detectives de las novelas.
Tenía un buen amigo Monroy. Se llamaba Alexis Ravelo. No sé quién inventó a quien: Ravelo era de barrio como Monroy. Un barrio más duro todavía. Escaleritas, las casas del Patronato Francisco Franco. El que se criaba en esos portales, en esos edificios de clases populares, sabía que nada bueno surgía al doblar la esquina. Tenías que andarte con ojito, formar parte de una pandilla, arrimarte al más fuerte, aprender a mentir y a mirar a los ojos, entrar en la tajúa y ganar, jugar al fútbol y ser el mejor o el más patero: te valoraban igual: driblaras como Messi o partieras piernas como Goikoetxea. Era el susto lo que te llevaba a la Champion.
En Escaleritas los crímenes cotidianos apenas interesaban a nadie. Los vecinos se esforzaban tanto en trabajar para sus empresas que apenas tenían tiempo para las fechorías. Eso era cosa de los jóvenes, como el tierno Ravelo que lo aprendió todo en aquellas tundas que mostraban lo dura que podía ser una vida cuando nacías en el lugar equivocado.
A Ravelo le interesaban los crímenes novelados en la prensa. Los asesinados que aparecían en contenedores, en las esquinas mugrientas del Puerto, los señores que habían hecho dinero rápido con la especulación y el fraude tolerado. Muchos de sus personajes eran muy reconocibles. Tenía valor al describirlos tal como él los veía. Luego, si había que arreglar el desaguisado, para eso estaba Monroy.
Cuando ayer hablé con Ravelo se despidió con tristeza de su viejo amigo. Me dijo que en su honor iba a dejar la literatura. Al menos por un tiempo. Lo estaba pensando. Ya no queda nada de la altura de Monroy para asomarse al fondo del pozo, me dijo. Se alegró de que hubiera sentido en vida lo que es derribar puertas que para otros fueron fortalezas inalienables. Los muchos premios recibidos, el reconocimiento más allá de Canarias, tus libros en las librerías del mundo, ser referente e icono de la novela negra en un país tan fratricida como este, el nombramiento de hijo predilecto, la película rodada con tu mejor guion: “La estrategia del pequinés”.
Nadie se percata de lo que significa esto para alguien nacido en la calle Murga o en Escaleritas. Nunca suceden cosas así y cuando suceden le quitas importancia y te dices: “pues tampoco la gloria es para tanto”.
Cuando ayer quise hablar con Alexis Ravelo no me cogió el móvil. Por eso supe que Monroy, al que había contratado para seguirle la pista al consulado marroquí, donde se pinchan teléfonos, y se graban todas las conversaciones, le había pasado algo grave. Después supe lo de su infarto. Volví a llamar a Alexis y fue cuando me dijo la tremenda atrocidad de que ya nunca escribiría más, que los dioses le habían concedido la fría libertad del que nunca quiso nada y que lo tuvo todo, y que ahora, amigo de sus amigos, seguiría a Eladio Monroy hasta donde sus pies alcanzasen.
Recordó lo que escribió Pessoa: “Por lo menos queda de la amargura lo que nunca seré/seré siempre el que esperó que le abriesen la puerta al pie de una pared sin puerta”. Hoy estamos vencidos, como si supiéramos la auténtica verdad de la vida que vivimos.
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