Francisco J. Chavanel
Falta un cielo que nos cobije, falta algo por encima de todo a lo que mirar y rezar, falta alguien que te diga “todavía no ha llegado tu hora”.
La entrevista de Marian Álvarez del pasado martes en EL ESPEJO CANARIO al psicólogo especialista en suicidios, Felipe Lagarejo, es una conversación entre vivos que hablan exclusivamente de la muerte. Escuchándoles creo que los buenos tiempos son un recuerdo, que alguna arteria del pensamiento se ha obturado, que las células del cáncer se extienden por una civilización que proclama a gritos su impotencia por no dar respuesta a los problemas reales.
Desde un tiempo largo a esta parte el número de suicidios anuales en España alcanzaba los 3.700, unos diez al día. La cifra se venía tapando convenientemente hasta que de repente saltó a la palestra la palabra “salud mental” y ahí ya no hubo dique que mantuviese la propaganda oficial sobre la supuesta vida feliz que vivíamos en esta parte de Occidente. Todos no éramos felices, precisamente, y había unos cuantos que se quitaban de en medio sin dudarlo porque creyeron que sólo había tortura para ellos. Cuatro mil al año son cuarenta mil en diez años: es para pensarte si eso de la desigualdad va en serio, si la desigualdad mata, si la desigualdad psiquiátrica mata, si la desigualdad social mata, si lo que mata es tener 25 años y sentir que no hay nada bueno por delante, si lo que mata es la vida, si la vida mata, si lo que mata es esta forma de vivir donde el oxígeno está en una forma de entender el capitalismo que anula a las personas.
Ahora, con el covid de intenso visitante todo el tiempo, ya casi estamos en los 4.000, 4.000 que deciden borrarse del mapa. Ya casi hemos llegado a la efervescencia. He leído un informe de Cáritas que eleva las personas excluidas por la pandemia a diez millones en España. Estoy seguro que es una exageración, pero aunque lo sea lo que es indudable es que la cifra de outsiders ha subido de forma extraordinaria, de que los ricos son ahora más ricos, y que los pobres se han quedado en las costillas. Como de estas cosas no se debe hablar tenemos que decir en susurros que en este ejército de desheredados militan los suicidas del presente y del mañana. Pero no todos.
¿Quiénes apelan a este tipo de muerte? Los que de repente, o durante un proceso largo, descubren un mundo sin matices, un mundo sin cielo, sin justicia ni dios; un mundo sin alegría, sin proyectos ni oportunidades, sin alguien que te escuche y sencillamente te mire a los ojos, intentando adivinar si detrás de tu profunda soledad hay una persona dispuesta a resucitar si te dan la mano a tiempo.
Dejemos el crimen para los profesionales. La pregunta es: ¿los tenemos? Lagarejo dice que los planes fracasan porque no hay ficha financiera suficiente y porque no hay personal especializado. Esto nos recuerda al fracaso de la Ley de la Dependencia o la Ley del Ingreso Mínimo Vital. El suicidio, siendo tan viejo es algo nuevo socialmente hablando de ello, por la sencilla razón de que los suicidas han estado en todas las comunidades mal vistos, a veces ni siquiera enterrados por la Iglesia Católica, porque tener a un miembro en una familia que se hubiese ahorcado era la deshonra del apellido, porque un suicida era un ser débil, incapaz de luchar como todos los demás contra las dificultades de la existencia. El suicida era un flojo, un ñanga, material sobrante.
El Gobierno central se ha apresurado a definirnos que un suicida proviene categóricamente de la pobreza. Lagarejo combate este aserto político, como lo haría cualquier persona racional. ¿Todos los que mueren son pobres? ¿Todos los que se matan están predeterminados por su lugar de nacimiento? ¿No se matan las gentes de las clases medias e incluso algunos miembros de las clases altas? ¿Solamente carecen de oportunidades los que casi nunca las han tenido? ¿Cómo se explica que los suicidios sean la segunda causa de muerte entre jóvenes de 15 a 19 años? ¿Cómo se explica que esos jóvenes decidan apartarse la existencia cuando acaban de llegar a ella? Al Gobierno sólo le faltó añadir que el mayor número de suicidas se da en votantes del PSOE y Podemos, para que fuera todavía más descacharrante su visión de la situación.
Reconozco que vincular en los días que pasan “Pandemia” a “Suicidio” es terrorífico, pero los datos lo hacen tercamente sin torcer un renglón. Hay demasiada gente, de todas las edades y condición, confinada, en extrema soledad, pensando que las cortinas de un mundo bello se han cerrado de pronto. Hay demasiada gente triste pensando, demasiada gente deprimida, demasiada gente anonadada por los sucesivos golpes sufridos.
Tal vez hemos dejado demasiado de todo en manos de irresponsables que tienen el poder pero no tienen ni humanidad ni sentido de lealtad para los que representan. Pero aquí no se pide una revolución, ni siquiera una queja formal, solo un poco de piedad para los que mueren por su propia mano, invisibilizadas sus penas, sus traumas, sus atrofias, sus desalientos, sus pérdidas más íntimas; piedad para aquellos que silenciosamente se despiden de un mundo que los repudia.
¿Se acuerdan de aquel cuento chino? No necesitamos hijos, podemos tener un fondo de pensiones. No necesitamos a alguien que nos cuide. No necesitamos que nuestros vecinos, o nuestros hermanos y hermanas, cuiden de nosotros cuando estemos enfermos. El Estado se encarga de hacerlo. El Estado nos proporciona policía, educación, sanidad, todo.
Ese es el despojo que hemos sufrido. Por eso necesitamos un cielo que nos cobije. Falta un cielo que nos cobije pues el infierno ya habita con nosotros. No es mucho pedir.
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