Germán lo habría arreglado

Germán Suárez | ARCHIVO

Germán Suárez | ARCHIVO

¡El poder echando de menos a un singular empresario que oteaba el horizonte como nadie y que tenía medicinas salvíficas para casi todo!

Francisco J. Chavanel

Han pasado dos años y algunos días desde el fallecimiento del empresario Germán Suárez, mucho más que un empresario, más que un ser humano cualquiera, un talento inexplicable de la negociación, del fair play, de resolver lo imposible.

Lo echamos de menos, mucho. Su sombra es alargada como los atardeceres de julio. Cuando pienso en todo lo que nos ha pasado -desde una posición política, económica, social, pandémica incluso-, la violencia que cada vez contamina más las pasiones humanas; los puentes perdidos que se vienen abajo entre viejos amigos, colegas, compañeros, rivales que se respetan; los daños proferidos a cuestiones sagradas; lo bien, sin embargo, que ha aguantado el Puerto de Las Palmas los embates de la crisis, siendo un ejemplo de supervivencia, de planificación, de fortaleza, cuando pienso en todo esto no me creo que solo hayan pasado 740 días. El mundo, de repente, ha cambiado. Se ha transformado en algo más acerado, más frío, más distante, más peligroso y todavía más individualista.

Le acaban de poner una calle en el Puerto y nombrar hijo predilecto de la ciudad de Las Palmas de Gran Canaria. Por eso escribo. En los últimos veinte años de su existencia, Germán Suárez era un personaje imprescindible en el Archipiélago para usar el poder y saberlo usar en pos del beneficio general. Las moscas se movían pero no en el caos ni en el anarquismo. Todo el mundo vivía y latía, y todos sabían dónde buscar un buen consejo cuando lo necesitaban. La frase “Germán lo habría arreglado” la he escuchado muchas veces desde que se fue. Surgía espontáneamente cuando las negociaciones encallaban, cuando los gobiernos se sumían en el desconcierto, cuando los poderes eran agresivos y nada los neutralizaba, cuando las cosas salían inevitablemente mal porque no existían ni intermediarios ni ganas de ceder.

Y se la he escuchado al propio poder. ¡El poder echando de menos a un singular empresario que oteaba el horizonte como nadie y que tenía medicinas salvíficas para casi todo! La derecha se embrutecía sin encontrar a su némesis en la izquierda; y la izquierda se radicalizaba sin medida sin una derecha que la entendiera un poquito. Ese papel ha quedado desierto en el desierto y, en esa ausencia, la vida se polariza, se asilvestra y se simplifica: se derrota a la inteligencia y a todas las cualidades sutiles que hacen del ser humano algo distinto.

De improviso, han regresado los machos alfa y los viejos dinosaurios con máscaras de jóvenes impertinentes y osados. Todos tienen la solución de todo y todos fracasan irremediablemente porque la política de partidos solo tiene éxito si eres capaz de acordar leyes e iniciativas con otros. Hoy la política la practican los divisionistas, los oportunistas y los lelos que creen que el Espíritu Santo les acompaña en sus temibles decisiones. El día que Ángel Víctor Torres –hombre de consenso y fontanero de obras inconclusas– cuente su experiencia personal en política, las veces que fue traicionado por sus propias visiones, las veces que fue engañado por aliados y compañeros de partido, la soledad tremenda que es ser el principal pilar a la hora de tomar decisiones sin que nadie te auxilie, sabremos lo que ha sido este tiempo de vientos y borrascas, donde los conocidos trucaron en desconocidos, y donde la pandemia nos encastilló definitivamente y nos mostró la cara ajada de una sociedad arruinada y en quiebra.

La frase “Germán lo habría arreglado” es mágica porque invoca a un arquitecto del sentido común. ¿Cómo lo habría arreglado? Sencillamente convocando a las partes en conflicto. Individual y colectivamente. Hablando con ellos, persuadiéndoles. Dándoles la razón al principio y luego, poco a poco, quitándosela un poquito hasta llegar al punto de encuentro. De su despacho salían gobiernos, expertos del odio abrazados entre sí, rebeldes con causa despojados de su ira, sacerdotes de misa dudando de su fe y no creyentes dudando de su agnosticismo. Era mago y prestidigitador, un espeleólogo de almas y conductas que siempre hallaba la solución al conflicto. Y casi siempre por las buenas, por el arte de la palabra.

Siempre me fascinó Germán Suárez. Aprendí a quererlo desde la crítica a sus primeras decisiones deportivas y, luego, desde la crítica a algunas operaciones portuarias. Otro se habría peleado conmigo, me hubiese guardado sus reproches para toda la existencia, no hubiéramos mantenido relación alguna. Él actuó al revés. Quería escucharme y quería lidiar conmigo cara a cara. Muchas de aquellas conversaciones eran interminables. Cuando entendí el plan de Germán, ya era tarde, ya era un converso. ¡Alguien desde la paz estrechando nudos inverosímiles entre tirios y troyanos! Sorprendente e increíble en una sociedad tan cainita como la nuestra. Escribo de él porque lo que me pasa es que echo de menos a mi amigo y sus milagros cotidianos. Y no soy el único.


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