Francisco J. Chavanel
A Alfredo Briganty la alta cuna judicial se la tenía jurada. Mucho. Hace un par de años Briganty escribió un libro (“El carnaval de los vientos”), de circulación restringida, que llevaba dentro de sí todo el veneno acumulado después de once años de la instrucción del denominado “caso Eólico”. No dejó títere con cabeza. A veces con argumentos, a veces sin ninguno. Es la obra de un resentido, rabiosa, la de un ser especial que se sintió amo del universo y al que una instrucción de márchamo político, deficientemente ejecutada, le robó la ilusión de su vocación (es abogado), su integridad, la honorabilidad de un profesional respetable al que se acusa de cometer un delito de cohecho con 12.000 euros de por medio.
En los últimos años he conocido a unos cuantos imputados de los más de 300 que acabaron como tales en los casos políticos que puso en marcha el PSOE a mediados de la década anterior en pos de colocar a Juan Fernando López Aguilar en la presidencia del Gobierno autónomo. He leído en sus rostros el calvario, la muerte social, el final de casi todo. No es nada fácil levantarse después de que tu nombre haya sido demolido salvajemente desde medios de comunicación que dan por buenas las fuentes policiales, fiscales y judiciales. He conocido a personas que han estado en la cárcel y que luego fueron declaradas inocentes, y a otros que han sufrido la pena de banquillo durante largos años en los que no sale el sol en tu alma por mucho que las calles estén bendecidas por una luz cristalina. Esta últimas no ingresaron en la cárcel pero la sociedad puede llegar a ser un centro de reclusión si te invisibiliza y si te cree culpable de antemano.
Resulta desgarrador ver a esas personas cuando la tala ha surtido efecto. Los que han sido declarados inocentes apenas se lo creen. Dudan de sí mismos, dudan porque las miradas de los demás también dudan. La mayoría se refugia en el silencio, mientras su corazón late cada vez más lento. Se esconden dentro de sí, se hacen pasar por cargas leves que pretenden hacer sentir a lo que se mueve a su alrededor que no molestan. Es como si pidieran permiso por respirar, como si una suerte depresiva les acompañara allá donde fueran, cabizbajos, cetrinos, confundidos y sin entender nada, como si hubieran recibido una tremenda paliza que termina con sus huesos en una silla de ruedas. Lo he presenciado muchas veces y doy fe de que es terrible enfrentarse a personas que han sido despojadas de toda identidad.
Pero en ocasiones te encuentras con algún “Briganty”, alguien que se niega a aceptar los hechos, un bregador extraordinario que no se calla ni debajo del agua, alguien que se cree dueño de una verdad que una parte inquisitorial de la sociedad le niega…, un alguien que se comporta como Don Quijote y que arremete ciegamente contra los molinos de viento. Nunca mejor dicho.
El libro de Briganty está escrito desde la ira incontenible, es una furia rabiosa desatada que reivindica su derecho a no ser manipulado ni como persona ni como abogado. Huele el peligro y huele lo que le pasó. No sabe muy bien si fue un pacto que luego acabó en desastre entre Soria y Adán Martín, ni el papel siniestro jugado por Narciso Ortega y algún que otro periodista camuflado. Todos reciben un palo brigantiano, no se salva nadie. Ni yo mismo, incluso pese a ser de los pocos que lo defienden, como defiendo toda instrucción justa. Pero intento entenderlo. Intento comprender su oscuridad, sus pasos acelerados y dubitativos, sus preguntas y la ausencia de respuestas. Esa oscuridad es infinita. El sistema en el que crees se ha cuarteado por alguna parte ha sido contaminado por fuerzas ajenas y por intereses que no detectas, y te ha llevado por delante porque necesita alimentarse de víctimas que parezcan delincuentes de cuello blanco con el fin de lograr objetivos infames. Si pasabas por allí y no te percataste, estás muerto.
Estás muerto, Briganty, ¿lo sabes?… Se supone que debes estar muerto o actuar con la suficiente convicción de que el miedo te aterroriza. Pero esto de no aceptar el trato del fiscal Luis del Río: considerarte culpable a cambio de rebajarte la pena, eso es imposible de soportar. Se sobreentiende que después de trece años de espera ya estás lo suficientemente mentalizado… Ya te han herido lo suficiente, ya has hablado en varias oportunidades con tu sombra, ya te has metido kilos y kilos de ansiolíticos, ya has aprendido a caminar por los callejones y a saludar tristemente a los que no saben quien fuiste, ya sabes asumir la derrota a la primera y no quejarte. Pero Briganty no. Justo lo que le pasa a Briganty es que no sabe que está muerto. Forcejea con sus fantasmas para sentirse vivo incluso tras el caos sembrado por una bomba de hidrógeno. Eso me gusta de él. La imposibilidad de no rendirse cuando todo su entorno se lo pide. Me recuerda a un pecado original que solo se lava desde la inocencia.
Creo en su inocencia porque el principal investigador del caso Eólico me contó en privado lo que buscaban y lo que encontraron. Porque muchas de las pruebas halladas fueron mutiladas. Porque muchos de los policías contestatarios fueron apartados abriéndoseles expedientes y condenándolos al infierno. Porque es inconcebible que un asunto que no terminó por consumarse, ya que el concurso fue parado por orden judicial, merezca el trato de “macrocausa” o de “causa capital contra la corrupción”. A otro perro con esa perla.
Ni siquiera es una microcausa. Tiene toda la pinta de ser una extraordinaria mentira desde el principio hasta el final, que solo sirvió para retirar de la vida judicial a José Antonio Martín, de aquellas, enemigo electoral de Antonio Castro Feliciano que logró así coronarse por segunda vez presidente del TSJC…, y para que prosperase el instructor, Miguel Ángel Parramón, elevado hacia la Audiencia Provincial.
Ayer fue detenido Briganty en Marbella. Estaba trabajando. No huía de nadie. La Sala no admitió su justificación acerca de que su abogado (Alvaro Campanario) le había dejado por negarse a aceptar la oferta de Luis del Río. Lo declararon en busca y captura como el delincuente que les gustaría que fuese. No sé si en esta reacción ha influido poco, mucho o nada el libro bomba de Briganty, pero es fácil colegir que contentos con él no están.
Ya tienen la foto. Detenido. Esposado. Da la impresión de que en un juicio con jurado se les recuerda a sus componentes quién es el culpable dentro de los culpables. Intencionado o no este es el mensaje.
Briganty se pasó. Lleva provocando unos cuantos años. Pero lo más provocador de todo es que una causa aparentemente muy sencilla haya tardado trece años en verse en un juicio. Y que al tal Briganty se le acuse de un cohecho de 12.000 euros donde no aparece su firma por ningún lado. El fiscal pide para él un año y medio de cárcel, ni siquiera condenado iría a prisión salvo que el jurado entienda que lo de Briganty es tan terrorífico que habría que ampliarle el número de delitos y, por lo tanto, la pena. No parece probable. 12.000 euros con pruebas muy circunstanciales, y trece años de aguardar la caída de la guillotina, es para estar muy muy enfadado.
Claro que para la Justicia el enfado de los pobres ciudadanos imputados es una carga más, algo que va con la profesión, se quejan los pobres de lo mal que funciona el sistema; no me echen la culpa a mí, vale, es el sistema que es deficiente; yo no tengo la culpa de que existan causas que se instruyan rápido y mal. Bastante tengo con levantarme todas las mañanas, dar la cara en la sala y aguantar a los “brigantys” airados del planeta. Soy juez y un mártir.