Francisco J. Chavanel
Francisco J. CHAVANEL
El Tribunal de Cuentas acaba de llevar su último balance sobre el rescate bancario al Parlamento de los Diputados. La cifra da miedo: 71.000 millones de euros, volatilizados, perdidos, tirados al sumidero, irrecuperables por lo tanto, en la más grande estafa que hayamos vivido nunca en España, sea urbanística o bancaria.
Recuerden que la visita al agujero la organizó el ex presidente Zapatero, en compañía de toda la Patronal, con Emilio Botín, presidente entonces del Banco de Santander, sentado a su derecha. Dos cosas les pidieron los empresarios: la liquidación de las Cámaras de Comercio, por hacerles sombra a las CEOEs repartidas por toda España, y la desaparición o fusión de las Cajas, que de aquellas controlaban el 50% de la banca nacional.
Cuando empezaron las fusiones de las Cajas supimos que la inmensa mayoría de ellas estaban plagadas de bichitos, producto del control que ejercían las distintas fuerzas políticas españolas en sus consejos de administración, acompañados en algunos casos por las distintas fuerzas sindicales. Lo que allí apareció fue una bacanal de créditos concedidos en barbecho a amigos y próximos, créditos multimillonarios no devueltos muchas veces, aparte de inversiones que carecían de interés en el campo económico pero que lo tenían todo desde la óptica del político que promete el paraíso en la tierra.
En cuestión de dos años vimos como las distintas fusiones resultaron un solemne fracaso. La más conocida la de Bankia, por presidirla un ex ministro de Economía, Rodrigo Rato, al que la mayoría tomaba como un señor serio y responsable. Cuando se supo que había que inyectar 29.000 millones de dinero público para tapar las deudas que asomaban la cabeza, vimos la categoría de la estafa. Ese dinero en aquel momento no lo tenía el Gobierno de España, representado por Mariano Rajoy. Lo tuvo que pedir prestado a Bruselas. Bruselas se lo dio a cambio de intervenir nuestra economía.
En Canarias asistimos al derrumbe de dos mitos. CajaCanarias (provincia de Santa Cruz de Tenerife), y La Caja de Canarias (provincia de Las Palmas), dos cajas supuestamente ejemplares que, teóricamente, eran el motor económico del Archipiélago. Nadie daba más créditos que ellos, nadie tenía el poder de esos verdaderos monstruos del poder. Mandaban sobre la clase empresarial, cuyas inversiones pilotaban; mandaban sobre los medios de comunicación de forma directa o indirecta; mandaban sobre la clase política a la que dominaban con sus fondos de reptiles: traducir por “comisiones obreras”.
De la noche a la mañana desaparecieron como si nunca hubieran existido. Se nos dijo que el valor de ambas cajas era incalculable. Al fin alguien calculó su valor. La Caja de la provincia de Las Palmas no valía más de 40 millones de euros y la de Tenerife una cifra parecida. Las habían desvalijado desde dentro. Un conjunto de banqueros y de políticos habían succionado sus beneficios para convertirlos en un apunte contable cuyo valor era cero.
Nadie fue a la cárcel, nadie pagó por ello. Es difícil encontrar en la historia de este Archipiélago un robo parecido, de tanta fuerza y dimensión. No hay recuerdo que pueda mejorar esto. Aquellos grandes señores que decidían quién podía seguir adelante con su negocio y quién no, aquellos señores feudales adulados por todos, salieron vivos, de rositas, y con la sociedad olvidando el escándalo no fuese que le salpicase.
Así hemos llegado a esa cifra de la vergüenza: 71.000 millones invertidos desde lo público en un agujero que todavía no se ha cerrado. Esto sigue. Es probable que lleguemos a los 100.000 millones de euros evadidos por unos golfos para los que no hay palabras suficientes para definirlos.
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