Francisco J. Chavanel
El barrio de La Isleta, humilde, laborioso, cosmopolita, donde todo el mundo vive y deja vivir, se ha levantado hoy entre brumas, malos augurios y la muerte de uno de sus hijos más queridos.
La noticia estalló sobre las diez de la noche. Anotaba unos últimos apuntes antes de irme a la cama. No hubo sueño que me acogiera. Durante la larga noche fría y oscura venían y venían fogonazos de Manolo, tanto tiempo conociéndonos, tantas conversaciones ante el micrófono, tantas conversaciones fuera del micrófono. Viví con él sus tiempos emergentes, el sabor del éxito, esa época en la que parece que las circunstancias te devoran, cuando te crees un dios y te crees intocable, el intento de derribo de su icónica persona, y cómo se recupero, aguantó y volvió a ser el que fue.
Muchos años, unos cuarenta quizás. Yo tenía un programa en Radio Popular, se llamaba Día Libre. Lo dirigíamos Lourdes Alfaya, ya fallecida, y yo…, éramos muy jóvenes, apenas unos críos balbuceantes en la mejor radio de la capital. Nos rodeamos muy bien de otros jóvenes con ganas de comerse el mundo. Allí estaban Juan Luis Calero, Jaime Marrero y Manolo Vieira. Raro era el domingo en el que no hablábamos con alguno de los tres, o con los tres por separado. De hecho los tres tenían secciones distintas que íbamos grabando a lo largo de la semana.
Con Manolo hubo desde el principio feeling. Toda la sociedad canaria tuvo acceso a sus primeros trabajos, “El asadero”, “El ambulatorio”…, extraordinarios monólogos que retrataban una sociedad a mitad de camino entre lo rural y lo urbano, que se sentía incómoda ante tanto cambio. Los retratos de Manolo eran muy originales, pues se introducía dentro de la sociología y en la psiquis de un mundo que conocía muy bien. Era un humorista distinto al resto. Estudiaba los hechos, analizaba a los personajes, les daba vida, y te relataba una realidad llena de contradicciones en la que tú no habías reparado.
Te estabas riendo, sí, pero era una risa con un efecto demoledor cuando llegaban las despedidas, te quedabas solo, y te quedabas pensando en lo que habías visto y oído. Aquel cabrón había entrado en tu alma y te había puesto justo en el punto que pensabas que no existía del mundo. No éramos nada ni nadie, éramos anécdotas con patas de una clase social que tenía sus propias particularidades, al margen de los mandamientos políticos.
Manolo nunca quiso meterse en política, aunque tenía un criterio con tendencia a la izquierda. Era un submundo que veía con prevención y que siempre le falló cuando tuvo serios problemas de supervivencia con el Chistera. Muchos le dieron la espalda, otros le prometieron tesoros que nunca llegaron. Nunca los necesitó, de modo que no se perdió nada.
A mí lo que me gustaba de él era su capacidad de penetración. Traducía todo lo que veía de forma socarrona. Podía haber sido hiriente y siempre eligió la forma más humana de decirte que todos éramos unos papafritas que todo el día hacíamos papafritadas. Ese era nuestro papel en la vida: ser personajes secundarios de una obra guionizada por otros. Era muy listo, y muy inteligente. Entrar en la sala oscura de una Canarias apaleada por la supervivencia durante tantos siglos, contarte lo que fuiste, lo que eres, y arrancarte miles de sonrisas, miles de carcajadas, eso sólo está al alcance de un genio. A veces me daba respeto. Este cabrón un día va a saber cómo soy yo… Y uno no quería que la gente descubriese como es uno. De hecho nos pasamos la existencia con un antifaz que no revela lo que auténticamente pensamos ni cuáles son nuestras verdaderas pasiones. Con Manolo por medio estabas al loro. Prefería hablar de sus cosas que de las mías. Me iba a pillar, me iba a pillar el psicólogo, y va a descubrir que soy un pingavidrio.
Llevo muchos años reclamando para él el Premio Canarias de Cultura. Y digo “Cultura” porque no puede ser otro. Lo que él ha hecho es una aportación generosísima a nuestro pueblo. Nos ha descrito, nos ha localizado, ha hecho un máster sobre nuestra naturaleza, nuestras inquietudes, nuestros miedos, nuestras ambiciones, nuestros fracasos y nuestros éxitos. Los trabajos humorísticos de Manolo Vieira sobre la sociedad canaria, con sus arquetipos, sus bufones, sus transeúntes, sus cuñados, sus arreglalotodo y sus ciudadanos próximos al delirio, es cultura viva de un pueblo que lo adora por eso mismo. Y es Cultura con mayúsculas, cultura popular, cultura de todos. No hacía falta que escribiera un libro o dos, sobre cosas que no le interesaban a nadie o sobre cosas que nadie leía…
Que no nos vengan las élites políticas y culturales con esta mandanga. No han querido darle el premio porque no es uno de ellos, porque no juega la liga del poder de los sabios ignorantes a los que nadie recordará porque no han hecho nada con motivos para recordarlos. Pagan su menguada inteligencia y su mezquino uso del poder contra un hombre que se ganó en vida un premio que nos merecíamos todos por ser parte de su elenco.
Los monólogos de Manolo Vieira eran de la comunidad. Los hizo pensando en nosotros. En los que nos levantamos todos los días a sacar adelante Canarias. Por eso los hombres de la cultura habían determinado que eso no merecía ser premiado. Por sectarismo, por envidia, y por pingavidrios.
No dudo que habrá una noche de cocodrilos llorando hipócritamente por lo que nunca han entendido (por cierto, no entiendo tanta declaración política sobre el dolor, la pena, y la ausencia, cuando tanto le negaron al genio). A mí se me va un amigo, al que quise con sus luces y sus sombras, y se me va un talento sin igual, una estrella radiante que siempre brilló en los peores y mejores momentos. Se me va el tipo que más me ha hecho reír, y conmoverme, en mi vida de pingavidrio.
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