Francisco J. Chavanel
La actualidad se lo traga todo: los aspectos humanos y sensibles de una noticia; el fracaso que supone que PSOE y Podemos no hayan llegado a resolver en el Congreso los alquileres de un montón de gente que sufren las dentelladas de propietarios que pretenden ganar más dinero con turistas de paso; los 16.000 millones que van a obtener de beneficio este año los principales bancos del país, los mismos que presionaron al Supremo para salir indemnes de la sentencia de las hipotecas; la revolución que para el cine supone que una película como “Roma”, financiada por una plataforma digital televisiva, sea una obra maestra absoluta, a la altura de las grandes de la historia, superando todos los productos y subproductos que generan los supuestos especialistas y propietarios de la industria…
Todas estas cosas pasan a velocidad de vértigo. Unos cuantos artículos el día en que se produce la noticia y un adiós frío y desdeñoso a algo que se borra inevitablemente de la memoria. La borramos y limpiamos para recibir nuevos impulsos, otras noticias, otros incentivos. Si nos paráramos a pensarlo, nos perderíamos el apasionante día de hoy y, si nos perdiéramos el apasionante día de hoy, sería como perderse en la selva, como si se paralizara el corazón un tiempo, de tanta necesidad que tenemos de sentir el presente, de tocarlo con los dedos, de ser parte de lo que sucede aunque lo que sucede sea poca cosa, apenas una mancha de aceite, en el mar amplio del conocimiento y de la perspectiva.
Hace unos días supimos de un informe de la Audiencia de Cuentas en el que instaba al Gobierno de Canarias a plantearse el Fedecan. El órgano fiscalizador desaconsejaba seguir transfiriendo tanto dinero a los Cabildos para financiar infraestructuras, dado que las administraciones insulares tienen recursos de sobra para hacerlo.
Tiene razón la Audiencia de Cuentas. Los Cabildos en estos momentos son grandes rascacielos, completamente parados y varados, que no necesitan moverse para conseguir, en proporción, un volumen de ingresos extraordinario, por encima de los que recibe cualquier municipio de Canarias, por encima incluso de lo que con tanto esfuerzo recibe el Gobierno de Canarias. Esas instalaciones centenarias, cuya razón de ser carece de sentido si atendemos a la lógica con la que fueron fundadas, son unas vagas profesionales que se limitan a hacer el egipcio. Todo su esfuerzo se limita a gastar y gestionar con escaso rigor los recursos públicos, pero no a buscar unos dineros que les llegan por ser ellos quienes son. A través de impuestos que pone en marcha el Gobierno central o el canario, subvenciones específicas para los propios Cabildos, ayudas que constan en los presupuestos autonómicos, los Cabildos viven como reyes con la ley del mínimo esfuerzo.
Ahora, cuando observamos lo que han hecho con los dineros del Fedecan -160 millones de euros al año-, contemplamos igualmente la “exuberancia” de su obra: rotondas, baches, pavimentos y plazas pequeñas… No hay más. Ni crean empleo duradero, ni crean riqueza, ni invierten en algo realmente productivo. Toda su capacidad craneal termina en proyectos dudosos, cercanos casi siempre a amistades cómplices. Para este viaje, no necesitábamos alforjas.
El presidente Clavijo en su día fue demasiado generoso con instituciones tan orgullosas como funestas, desde el punto de vista académico de cómo realizar un gasto. Así presenciamos cómo los Cabildos más relevantes no tienen empacho alguno en dedicarse al terratenientismo, comprando terrenos a empresarios privados en circunstancias llamativas, cuando no “pecadoras”, tirando al mar las sospechas docenas y docenas de millones cuando podrían utilizarlos perfectamente en mejorar las condiciones de vida de la abundante población precaria que vive en Canarias.
Lo que contemplamos es todo lo contrario. Cuando se cita la precariedad es para lanzarla, a modo de humillación, sobre la cara del oponente político. Tú eres menos sensible que yo, se dicen, y se rompen los nudillos amenazándose, blasfemando, juramentándose que no hay derecho a dejar a los pobres tirados como colillas.
Pero los pobres no tienen papel en este baile. Los “pobres” que se llevan la pasta se apellidan Plasencia, Cortezo y la familia González Rodríguez (Román y sus parientes), y si escarbamos un poco nos toparemos con otros apellidos notables, muy conocidos socialmente, a los que se les echa una mano para que renazcan de sus cenizas, para que paguen una multa millonaria a Hacienda, o bien para que devuelvan una parte y así financiar las elecciones de mayo.
Mi posición ante estos opulentos Cabildos es muy sencilla: deben desaparecer. Su creación ocurrió en un instante donde no existía un Gobierno regional ni nada parecido a la Región. Se hizo cuando el pleito insular era una enfermedad y poco después de que se proclamase la división provincial. Hace mucho más de cien años. No tiene sentido alguno duplicar competencias, triplicarlas a veces, y pagar el doble o el triple por ello. Es de cafres y de pésimos gestores intentar sostener económicamente una autonomía con un Gobierno para siete islas, siete Cabildos, 88 ayuntamientos y un parlamento de 70 miembros más la correspondiente parafernalia funcionarial. Es una ruina para el ciudadano, es insostenible y pugna por llevarse por delante el sistema.
A estas alturas del campeonato, con la influencia determinante que tiene en nuestras vidas la Unión Europea, mantener una estructura cabildicia basada en el insularismo más atroz, en la confrontación permanente con otras islas, es un atraso que solo nos lleva hacia la frustración y el desastre.
Soy plenamente consciente de que colocarle el cascabel a este gato es materia casi imposible. Muchos pensarán que “su” Cabildo les protege mejor que el Gobierno de Canarias. El Cabildo está más cerca, al lado, el Gobierno es casi un holograma. Eso cambiará cuando el Gobierno tenga las competencias de todo… Aquí entramos en la Canarias profunda. ¿Cuántos habitantes de Canarias no prefieren ser enterrados con todos los gastos pagados; tener una conversación con el presidente de turno para conseguir empleo tú, tus hijos y tus allegados; cuántos problemas no se solucionan en esa relación directa, casi de vecinos, entre Cabildos y ciudadanos?
Lo entiendo, pero es pleistoceno puro. Una Canarias rural que se pasa el día agradeciéndole al cacique que tenga una atención con ella. ¿Queremos eso o damos un salto superlativo en pos de la modernidad y de una sociedad más seria, más justa y más competitiva?
Doy por hecho que ningún partido político defenderá lo que digo, aunque, a solas, piensen como yo. Sería su suicidio. Este es otro de los monstruos que se montaron en nuestra transición particular. Teníamos que haberlos desarticulado al comienzo de la autonomía, pero ¿cómo hacerlo si los latifundistas del franquismo querían jugar sobre seguro, por un lado, apostando a la nueva religión autonómica y, por la otra, guareciéndose en lo antiguo por si fallaba lo moderno? Algo, por otra parte, muy típico en el comportamiento insular. Una vela a dios y otra al diablo. Así no va: siguiendo por la línea del derroche hasta la ruina total. Cuando venga la próxima crisis, hablamos.