Francisco J. Chavanel
Alemania, esa nación ascética y marmolea, tan eficiente y tan dotada para la excelencia, tan demoledoramente democrática en la actualidad como vergonzoso y tétrico su pasado reciente, tomó el pasado viernes una determinación que puede que salve muchas vidas. La primera ministra Angela Merkel, conservadora de derechas, llegó a un acuerdo con los principales líderes de las once provincias más importantes -líderes progresistas, también conservadores, e incluso algún ecologista- para unir fuerzas, talentos, deseos de supervivencia, con el objeto de salir juntos de la pandemia protegiendo el mayor número de existencias posibles, además de un sistema económico en plena recesión. No es fácil, hay tensiones, pero al menos se intenta.
Unir fuerzas significa no tomar decisiones distintas entre ellas, no pelearse ni buscar acuerdos diferentes a los de la mayoría; significa disciplina y someterse a los demás, esperando que los demás se sometan a ti cuando tengas razón. Ahora mismo en Europa empieza a experimentarse la segunda oleada del Covid, mientras que en España esa segunda ola está pegando sus últimos coletazos ¡pero qué coletazos, madre mía! Dentro de dos semanas, mientras Europa respire con enorme dificultad, España iniciará su tercera subida al Gólgota en un ambiente donde no es posible pensar en sacrificio alguno por parte de la clase política.
Ya puede suceder lo que sea, esté en peligro lo más sagrado o lo más hermoso; nosotros no daremos ni un paso para superar nuestras ideologías de quincalla y respetar lo único que debe respetarse: el bienestar de la mayoría.
Somos viejos y no hemos crecido lo suficiente. Somos antiguos, guerreros ancestrales y, al mismo tiempo, jóvenes, intocables, con todo el porvenir por delante. Tenemos un futuro por delante pero no sé muy bien si ese futuro guarda una semejanza inquietante con nuestro pasado.
En nuestras profundas contradicciones observamos y nos implicamos hasta lo emocional cuando uno de nuestros equipos de tantas disciplinas deportivas lo dan todo y para darlo todo se unen, se integran, pisotean sus egos, piensan en el grupo por encima de lo demás, son capaces de los sacrificios más extraordinarios, son piña y son una identidad, y son, al final, ganadores. Hemos ganado en todos sitios y a todos. En fútbol, en baloncesto, en balonmano, en Hockey sobre patines y sobre hierba, en Voleibol, e individualmente, con el mismo espíritu, en bádminton, tenis, golf, automovilismo, motociclismo, ciclismo, judo, trial, piragüismo, no sé, seguro que me quedan unos cuantos deportes por mencionar. Enfrentarse a nosotros es igual que enfrentarse con el agotamiento, con una pared vertical que no es posible subir. Han hecho, hemos hecho, hazañas sublimes desde el dolor, el sufrimiento, la calidad, la resistencia, desde la más profunda de las unidades.
Y ahí hemos estado, aplaudiéndolos, fundiéndonos con ellos, sintiéndonos parte de su alegría, de su honradez, de su humilde liturgia para empezar otra vez desde cero cuando vienen mal dadas. Hemos estado allí, a su lado, en el vestuario, nos metimos dentro de su alma y nos hemos conocido mejor. Esa gente nos ha demostrado que desde la generosidad y el compromiso todo es conquistable. Y no una vez sino decenas y decenas de veces. Somos una potencia única a nivel deportiva. Y se nos respeta por ello.
¿Qué ha fallado cuando hablamos de política? La ideología, el sectarismo, el creer que los demás son inferiores que tú, el creer que debes odiarlos por pensar de forma distinta. La partitocracia no es que la única opinión que valga sea la tuya. Tú tienes tu opinión sobre las cosas, tu visión de la sociedad y de cómo debe desarrollarse la política…, pero tu opinión es tu opinión, no es La Opinión con mayúsculas. Llevamos muchos siglos, desde antes de los Reyes Católicos, machacando esta cuestión, y no somos capaces de pasar página. Burros, catetos, cerrados, malpensantes, siempre hay una parte -da igual, porque todas lo han intentado- que quiere imponerse a la otra con cualquier método. Si se puede con las armas, y si no hay armas mediante subterfugios legales, mentiras, emboscamientos, asesinatos de imagen, el uso indiscriminado de las cloacas.
Hace 80 años los delatores de la derecha enviaban a la casa de los rojos a la guardia civil para fusilar al que pensaba de otra forma. Pero antes de la guerra, y después de la guerra, también lo hicieron las distintas izquierdas. Hoy seguimos igual, en el mismo punto, incapaces de perdonarnos, de bajarnos de no sé qué pedestal construido de orgullo, miedo y felonía, de empezar con un abrazo.
En Alemania, cuna del nazismo, a Hitler se le enterró de verdad. A él físicamente y a todas sus despreciables ideas. Es alentador observar cómo un pueblo que simpatizó con lo más terrible que anida en el ser humano, sea capaz de levantarse sobre sus propias vergüenzas y se niegue a repetir las infamias que cometió porque, sencillamente, no quiere cometerlas y, para evitarlo, no se permite la menor frivolidad sobre cuestiones democráticas básicas. Ellos, como la inmensa mayoría, de Europa ven en la democracia una salvación, una luz, para una convivencia basada en la dignidad y el respeto a todos. Nosotros estamos en democracia a la fuerza. No luchamos por ella. Nos la regalaron después de una dictadura. Por eso no es de calidad.
Ahora hemos llegado a uno de esos sitios que causa estremecimiento. Si algo ha dejado claro la pandemia es que el sistema autonómico ha fracasado. No sirve para crear una idea de Nación; al contrario, se discute a la nación misma. Lo de Cataluña y Madrid, las dos con sus ansias enloquecidas de protagonismo, de separatismo y de liberalismo a ultranza, es la prueba palpable de que España como Nación no puede convivir con los nacionalismos catalán y madrileño. El de Cataluña porque sólo piensa en independizarse, y esa independencia sólo puede lograrse debilitando a la Nación; y el de Madrid depende de quién mande en el Gobierno central: si son los tuyos habrá colaboración, aunque no siempre; y si son otros, se les combate a muerte porque la ideología y el odio a la ideología de los demás es más importante que el conjunto de la sociedad en sí.
En sus vestuarios la clase política no se da la mano, ni se promete lealtad, ni aporta soluciones a la discrepancia. Nadie piensa en ganar el campeonato y disputarlo al resto de las naciones en juego. Nada resulta más emocionante para un político español que destrozar a su adversario, también español, machacarle la cabeza si es necesario, aunque forme parte de tu equipo y porte tu misma sangre. Forma parte de tu equipo, sí, pero piensa de forma distinta a ti y eso le convierte en tu mayor objetivo. En esa disciplina, la política, sólo hay que fijarse en la clasificación: llevamos unos cuantos lustros en los últimos lugares de los denominados partidos avanzados. La clasificación dice la verdad: la división nos hace un rival fácil que desmoraliza una y otra vez a su público. A veces nos avergonzamos de ser españoles, esta es la verdad.
Ya no llenamos los estadios, ya no seguimos los debates de forma apasionada, ya no aplaudimos con intensidad, ya no creemos lo que nos dicen, y ya sabemos que son el problema más serio que tenemos para seguir en pie. En este capítulo somos perdedores por goleada
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