Por Marian Álvarez.
La pandemia de la COVID19 nos ha puesto frente al espejo con respecto a nuestro modelo político, económico y social. En ocasiones lo que he visto me ha producido enfado, en otras tristeza, varias veces indignación, y otras muchas vergüenza, propia y ajena. Y con todas ellas convivía cierta esperanza, confianza en un futuro distinto, que la pandemia supusiera un verdadero cambio de ciclo.
Nos pasamos tres meses diciendo que habría un antes y un después del coronavirus. Especialmente en las primeras semanas, aquellas en las que se paró el mundo y la imagen era apocalíptica, estábamos convencidos de que nada volvería a ser como antes, y que nadie se quedaría atrás. Hasta yo escribí sobre ello, quizás más desde el deseo que desde la razón. Como humanos, como sociedad, creíamos que cambiaríamos, y que el cambio sería positivo.
Se me han quedado escenas grabadas en la memoria que creo que nunca olvidaré, porque las emociones que provocaban eran realmente devastadoras. Cualquier día, a la siete de la mañana, rumbo a la radio, podía recorrer kilómetros sin cruzarme con ningún otro coche, sin atisbar siquiera de lejos, otro vehículo, en un silencio sepulcral que me hacía sentir como si fuera el último ser humano sobre la tierra, y esa es una sensación realmente angustiosa. Luego encendía la radio, para amortiguar el mutismo.
Llegar al trabajo me devolvía cierto calor de normalidad, de no estar sola ni desprotegida. La participación de los oyentes y de los invitados me daban el sosiego de confirmar que sí, que había más gente poblando el planeta, aunque no pudiera verlas. Frente a la frialdad de las calles, la hoguera en las redes sociales, en las que proliferan por igual los bulos, los buenos deseos y el ensueño de la fraternidad.
Mi paseo diario con Hopi se retrasaba hasta la noche. Tan solo veía de lejos a dos o tres que, como yo, sacaban a sus mascotas mirando de soslayo hacia todas las direcciones, con la bufanda haciendo de improvisada mascarilla, llorando, a veces de tristeza, a veces de esperanza, escuchando las noticias.
Eran aquellas semanas en las que la sociedad se partía las manos en las ventanas y los balcones para aplaudir a los héroes; cuando pasábamos por la caja del supermercado casi pidiendo perdón y dando las gracias, cuando admirábamos a quiénes barrían las calles o conducían ambulancias por las avenidas solitarias. Cuando creímos que el virus venía a recordarnos quiénes son las personas esenciales para que el mundo siga girando. Cuando prometimos que no olvidaríamos qué es lo que de verdad importa.
Los días en los que tanto anhelábamos el contacto con nuestros familiares, que no entendíamos el mundo sin besos ni abrazos; las jornadas es las que sufríamos por nuestros mayores sabiendo que la mejor forma de protegerlos era no estando con ellos porque nosotros éramos el peligro. Cuantos habremos dicho que cuando pudiéramos volver a abrazarlos compensaríamos el tiempo y las atenciones que no sólo la pandemia les había robado.
Aquellas fechas en las que nos emocionábamos al leer la nota en el ascensor firmada por un joven estudiante que se ofrecía voluntario para hacer la compra a los vecinos más vulnerables; las tardes de las mil versiones del ‘Resistiré’ que nos llenaban de optimismo hasta el punto de creer que no sólo seríamos capaces de superarlo, sino que además saldríamos del encierro con una lección aprendida que nos convertiría en mejores personas.
Incluso analizando la teoría de la sabia naturaleza, que sostenía que la pandemia era consecuencia del sobresfuerzo al que habíamos sometido al planeta, fruto de la necesidad de equilibrarse, también desde el punto de vista poblacional.. Cuando observamos la limpieza de un aire libre de contaminación, ciudades que eran visitadas por especies animales que se atrevían a pasear las calles vacías de actividad humana… También ahí nos dijimos que la crisis había cambiado nuestras conciencias y que a partir de ahora seríamos más respetuosos con el mundo que nos rodea. Incluso salimos a caminar, a correr, a nadar y pedalear cuando lo permitieron, convencidos de disfrutar de un hábito saludable que ya nunca abandonaríamos.
Creíamos que la pandemia nos traía la oportunidad de volver a nacer, de empezar a hacer las cosas de otra manera. Pero el bullicio de las fases de la desescalada fue apagando los aplausos, enmudecieron los balcones y las ventanas. La bronca ha vuelto a las calles, el egoísmo a los ascensores, el insulto a las redes, la hipocresía al trabajo, la desesperanza a los hogares más vulnerables, el olvido a los ancianos, la bajeza moral a los parlamentos, el juego sucio a la política, las mentiras a los juzgados…
Y he descubierto mi frustración, mi decepción, mi desengaño. Incluso conmigo misma. Me convencí, ya sospecho, mucho más por deseo que por rotundas evidencias, de una nueva normalidad en la que habríamos reforzado valores y principios. Pero estamos aterrizando en una realidad más cruda, en la que la incertidumbre afila los cuchillos con los que procurarnos la supervivencia en la selva; es un escenario frágil, sostenido con hilos de marioneta, bajo la omnipresente amenaza de una atmósfera de posguerra. Ha desaparecido la unidad, se ha esfumado la empatía, no hay margen para la solidaridad. Perdimos el miedo frente al virus y con él los objetivos comunes. Y no hay consuelo para mí en esta nueva normalidad, que se parece mucho a la antigua porque ha vuelto todo aquello que, en realidad, no aprendimos estando confinados.
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